EXPOSICIÓN DE MOTIVOS
I
El derecho de todos a una tutela judicial
efectiva, expresado en el apartado primero del artículo 24 de la Constitución,
coincide con el anhelo y la necesidad social de una Justicia civil nueva,
caracterizada precisamente por la efectividad.
Justicia civil efectiva significa, por
consustancial al concepto de Justicia, plenitud de garantías procesales.
Pero tiene que significar, a la vez, una respuesta judicial más pronta,
mucho más cercana en el tiempo a las demandas de tutela, y con mayor
capacidad de transformación real de las cosas. Significa, por tanto, un
conjunto de instrumentos encaminados a lograr un acortamiento del tiempo
necesario para una definitiva determinación de lo jurídico en los casos
concretos, es decir, sentencias menos alejadas del comienzo del proceso,
medidas cautelares más asequibles y eficaces, ejecución forzosa menos
gravosa para quien necesita promoverla y con más posibilidades de éxito en
la satisfacción real de los derechos e intereses legítimos.
Ni la naturaleza del crédito civil o
mercantil ni las situaciones personales y familiares que incumbe resolver en
los procesos civiles justifican un período de años hasta el logro de una
resolución eficaz, con capacidad de producir transformaciones reales en las
vidas de quienes han necesitado acudir a los tribunales civiles.
La efectividad de la tutela judicial civil
debe suponer un acercamiento de la Justicia al justiciable, que no consiste
en mejorar la imagen de la Justicia, para hacerla parecer más accesible,
sino en estructurar procesalmente el trabajo jurisdiccional de modo que cada
asunto haya de ser mejor seguido y conocido por el tribunal, tanto en su
planteamiento inicial y para la eventual necesidad de depurar la existencia
de óbices y falta de presupuestos procesales —nada más ineficaz que un
proceso con sentencia absolutoria de la instancia—, como en la determinación
de lo verdaderamente controvertido y en la práctica y valoración de la
prueba, con oralidad, publicidad e inmediación. Así, la realidad del
proceso disolverá la imagen de una Justicia lejana, aparentemente situada
al final de trámites excesivos y dilatados, en los que resulta difícil
percibir el interés y el esfuerzo de los Juzgados y Tribunales y de quienes
los integran.
Justicia civil efectiva significa, en fin,
mejores sentencias, que, dentro de nuestro sistema de fuentes del Derecho,
constituyan referencias sólidas para el futuro y contribuyan así a evitar
litigios y a reforzar la igualdad ante la ley, sin merma de la libertad
enjuiciadora y de la evolución y el cambio jurisprudencial necesarios.
Esta nueva Ley de Enjuiciamiento Civil se
inspira y se dirige en su totalidad al interés de los justiciables, lo que
es tanto como decir al interés de todos los sujetos jurídicos y, por
consiguiente, de la sociedad entera. Sin ignorar la experiencia, los puntos
de vista y las propuestas de todos los profesionales protagonistas de la
Justicia civil, esta Ley mira, sin embargo, ante todo y sobre todo, a
quienes demandan o pueden demandar tutela jurisdiccional, en verdad
efectiva, para sus derechos e intereses legítimos.
II
Con todas sus disposiciones encaminadas a
estas finalidades, esta nueva Ley de Enjuiciamiento Civil se alinea con las
tendencias de reforma universalmente consideradas más razonables y con las
experiencias de más éxito real en la consecución de una tutela judicial
que se demore sólo lo justo, es decir, lo necesario para la insoslayable
confrontación procesal, con las actuaciones precisas para preparar la
sentencia, garantizando su acierto.
No se aceptan ya en el mundo, a causa de la
endeblez de sus bases jurídicas y de sus fracasos reales, fórmulas
simplistas de renovación de la Justicia civil, inspiradas en unos pocos
elementos entendidos como panaceas. Se ha advertido ya, por ejemplo, que el
cambio positivo no estriba en una concentración a ultranza de los actos
procesales, aplicada a cualquier tipo de casos. Tampoco se estima
aconsejable ni se ha probado eficaz una alteración sustancial de los
papeles atribuibles a los protagonistas de la Justicia civil.
Son conocidos, por otra parte, los malos
resultados de las reformas miméticas, basadas en el trasplante de
institutos procesales pertenecientes a modelos jurídicos diferentes. La
identidad o similitud de denominaciones entre Tribunales o entre
instrumentos procesales no constituye base razonable y suficiente para ese
mimetismo. Y aún menos razonable resulta el impulso, de ordinario
inconsciente, de sustituir en bloque la Justicia propia por la de otros países
o áreas geográficas y culturales. Una tal sustitución es, desde luego,
imposible, pero la mera influencia de ese impulso resulta muy perturbadora
para las reformas legales: se generan nuevos y más graves problemas, sin
que apenas se propongan y se logren mejoras apreciables.
El aprovechamiento positivo de
instituciones y experiencias ajenas requiere que unas y otras sean bien
conocidas y comprendidas, lo que significa cabal conocimiento y comprensión
del entero modelo o sistema en que se integran, de sus principios
inspiradores, de sus raíces históricas, de los diversos presupuestos de su
funcionamiento, empezando por los humanos, y de sus ventajas y desventajas
reales.
Esta Ley de Enjuiciamiento Civil se ha
elaborado rechazando, como método para el cambio, la importación e
implantación inconexa de piezas aisladas, que inexorablemente conduce a la
ausencia de modelo o de sistema coherente, mezclando perturbadoramente
modelos opuestos o contradictorios. La Ley configura una Justicia civil
nueva en la medida en que, a partir de nuestra actual realidad, dispone, no
mediante palabras y preceptos aislados, sino con regulaciones plenamente
articuladas y coherentes, las innovaciones y cambios sustanciales, antes
aludidos, para la efectividad, con plenas garantías, de la tutela que se
confía a la Jurisdicción civil.
En la elaboración de una nueva Ley
procesal civil y común, no cabe despreocuparse del acierto de las
sentencias y resoluciones y afrontar la reforma con un rechazable
reduccionismo cuantitativo y estadístico, sólo preocupado de que los
asuntos sean resueltos, y resueltos en el menor tiempo posible. Porque es
necesaria una pronta tutela judicial en verdad efectiva y porque es posible
lograrla sin merma de las garantías, esta Ley reduce drásticamente trámites
y recursos, pero, como ya se ha dicho, no prescinde de cuanto es razonable
prever como lógica y justificada manifestación de la contienda entre las
partes y para que, a la vez, el momento procesal de dictar sentencia esté
debidamente preparado.
III
Con perspectiva histórica y cultural, se
ha de reconocer el incalculable valor de la Ley de Enjuiciamiento Civil, de
1881. Pero con esa misma perspectiva, que incluye el sentido de la realidad,
ha de reconocerse, no ya el agotamiento del método de las reformas
parciales para mejorar la impartición de justicia en el orden
jurisdiccional civil, sino la necesidad de una Ley nueva para procurar
acoger y vertebrar, con radical innovación, los planteamientos expresados
en los apartados anteriores.
La experiencia jurídica de más de un
siglo debe ser aprovechada, pero se necesita un Código procesal civil
nuevo, que supere la situación originada por la prolija complejidad de la
Ley antigua y sus innumerables retoques y disposiciones extravagantes. Es
necesaria, sobre todo, una nueva Ley que afronte y dé respuesta a numerosos
problemas de imposible o muy difícil resolución con la ley del siglo
pasado. Pero, sobre todo, es necesaria una Ley de Enjuiciamiento Civil
nueva, que, respetando principios, reglas y criterios de perenne valor,
acogidos en las leyes procesales civiles de otros países de nuestra misma
área cultural, exprese y materialice, con autenticidad, el profundo cambio
de mentalidad que entraña el compromiso por la efectividad de la tutela
judicial, también en órdenes jurisdiccionales distintos del civil, puesto
que esta nueva Ley está llamada a ser ley procesal supletoria y común.
Las transformaciones sociales postulan y, a
la vez, permiten una completa renovación procesal que desborda el contenido
propio de una o varias reformas parciales. A lo largo de muchos años, la
protección jurisdiccional de nuevos ámbitos jurídico-materiales ha
suscitado, no siempre con plena justificación, reglas procesales especiales
en las modernas leyes sustantivas. Pero la sociedad y los profesionales del
Derecho reclaman un cambio y una simplificación de carácter general, que
no se lleven a cabo de espaldas a la realidad, con frecuencia más compleja
que antaño, sino que provean nuevos cauces para tratar adecuadamente esa
complejidad. Testimonio autorizado del convencimiento acerca de la necesidad
de esa renovación son los numerosos trabajos oficiales y particulares para
una nueva Ley de Enjuiciamiento Civil, que se han producido en las últimas
décadas.
Con sentido del Estado, que es conciencia
clara del debido servicio desinteresado a la sociedad, esta Ley no ha
prescindido, sino todo lo contrario, de esos trabajos. Los innumerables
preceptos acertados de la Ley de 1881, la ingente jurisprudencia y doctrina
generada por ella, los muchos informes y sugerencias recibidos de distintos
órganos y entidades, así como de profesionales y expertos prestigiosos,
han sido elementos de gran valor e interés, también detenidamente
considerados para elaborar esta Ley de Enjuiciamiento Civil. Asimismo, se
han examinado con suma atención y utilidad, tanto el informe preceptivo del
Consejo General del Poder Judicial como el solicitado al Consejo de Estado.
Cabe afirmar, pues, que la elaboración de esta Ley se ha caracterizado,
como era deseable y conveniente, por una participación excepcionalmente
amplia e intensa de instituciones y de personas cualificadas.
IV
En esta Ley se rehuyen por igual, tanto la
prolijidad como el esquematismo, propio de algunas leyes procesales
extranjeras, pero ajeno a nuestra tradición y a un elemental detalle en la
regulación procedimental, que los destinatarios de esta clase de Códigos
han venido considerando preferible, como más acorde con su certera y segura
aplicación. Así, pues, sin caer en excesos reguladores, que, por querer
prever toda incidencia, acaban suscitando más cuestiones problemáticas que
las que resuelven, la presente Ley aborda numerosos asuntos y materias sobre
las que poco o nada decía la Ley de 1881.
Al colmar esas lagunas, esta Ley aumenta,
ciertamente, su contenido, pero no por ello se hace más extensa —al
contrario— ni más complicada, sino más completa. Es misión y
responsabilidad del legislador no dejar sin respuesta clara, so capa de
falsa sencillez, los problemas reales, que una larga experiencia ha venido
poniendo de relieve.
Nada hay de nuevo, en la materia de esta
Ley, que no signifique respuestas a interrogantes con relevancia jurídica,
que durante más de un siglo, la jurisprudencia y la doctrina han debido
abordar sin guía legal clara. Ha parecido a todas luces inadmisible
procurar una apariencia de sencillez legislativa a base de omisiones, de
cerrar los ojos a la complejidad de la realidad y negarla, lisa y
llanamente, en el plano de las soluciones normativas.
La real simplificación procedimental se
lleva a cabo con la eliminación de reiteraciones, la subsanación de
insuficiencias de regulación y con una nueva ordenación de los procesos
declarativos, de los recursos, de la ejecución forzosa y de las medidas
cautelares, que busca ser clara, sencilla y completa en función de la
realidad de los litigios y de los derechos, facultades, deberes y cargas que
corresponden a los tribunales, a los justiciables y a quienes, de un modo u
otro, han de colaborar con la Justicia civil.
En otro orden de cosas, la Ley procura
utilizar un lenguaje que, ajustándose a las exigencias ineludibles de la técnica
jurídica, resulte más asequible para cualquier ciudadano, con eliminación
de expresiones hoy obsoletas o difíciles de comprender y más ligadas a
antiguos usos forenses que a aquellas exigencias. Se elude, sin embargo,
hasta la apariencia de doctrinarismo y, por ello, no se considera
inconveniente, sino todo lo contrario, mantener diversidades expresivas para
las mismas realidades, cuando tal fenómeno ha sido acogido tanto en el
lenguaje común como en el jurídico. Así, por ejemplo, se siguen
utilizando los términos "juicio" y "proceso" como sinónimos
y se emplea en unos casos los vocablos "pretensión" o
"pretensiones" y, en otros, el de "acción" o
"acciones" como aparecían en la Ley de 1881 y en la
jurisprudencia y doctrina posteriores, durante más de un siglo, sin que
ello originara problema alguno.
Se reducen todo lo posible las remisiones
internas, en especial las que nada indican acerca del precepto o preceptos a
los que se remite. Se acoge el criterio de división de los artículos,
siempre que sea necesario, en apartados numerados y se procura que éstos
tengan sentido por sí mismos, a diferencia de los simples párrafos, que
han de entenderse interrelacionados. Y sin incurrir en exageraciones de
exactitud, se opta por referirse al órgano jurisdiccional con el término
"tribunal", que, propiamente hablando, nada dice del carácter
unipersonal o colegiado del órgano. Con esta opción, además de evitar una
constante reiteración, en no pocos artículos, de la expresión
"Juzgados y Tribunales", se tiene en cuenta que, según la
legislación orgánica, cabe que se siga ante tribunales colegiados la
primera instancia de ciertos procesos civiles.
V
En cuanto a su contenido general, esta Ley
se configura con exclusión de la materia relativa a la denominada
jurisdicción voluntaria, que, como en otros países, parece preferible
regular en ley distinta, donde han de llevarse las disposiciones sobre una
conciliación que ha dejado de ser obligatoria y sobre la declaración de
herederos sin contienda judicial. También se obra en congruencia con el ya
adoptado criterio de que una ley específica se ocupe del Derecho concursal.
Las correspondientes disposiciones de la Ley de Enjuiciamiento Civil de 1881
permanecerán en vigor sólo hasta la aprobación y vigencia de estas leyes.
En coincidencia con anteriores iniciativas,
la nueva Ley de Enjuiciamiento Civil aspira también a ser Ley procesal común,
para lo que, a la vez, se pretende que la vigente Ley Orgánica del Poder
Judicial, de 1985, circunscriba su contenido a lo que indica su denominación
y se ajuste, por otra parte, a lo que señala el apartado primero del artículo
122 de la Constitución. La referencia en este precepto al
"funcionamiento" de los Juzgados y Tribunales no puede entenderse,
y nunca se ha entendido, ni por el legislador postconstitucional ni por la
jurisprudencia y la doctrina, como referencia a las normas procesales, que,
en cambio, se mencionan expresamente en otros preceptos constitucionales.
Así, pues, no existe impedimento alguno y
abundan las razones para que la Ley Orgánica del Poder Judicial se
desprenda de normas procesales, no pocas de ellas atinadas, pero
impropiamente situadas y productoras de numerosas dudas al coexistir con las
que contienen las Leyes de Enjuiciamiento. Como es lógico, la presente Ley
se beneficia de cuanto de positivo podía hallarse en la regulación
procesal de 1985.
Mención especial merece la decisión de
que en esta Ley se regule, en su vertiente estrictamente procedimental, el
instituto de la abstención y de la recusación. Es ésta una materia, con
innegables facetas distintas, de la que se ocupaban las leyes procesales,
pero que fue regulada, con nueva relación de causas de abstención y
recusación, en la Ley Orgánica del Poder Judicial, de 1985. Empero, la
subsistencia formal de las disposiciones sobre esta citada materia en las
diversas leyes procesales originó algunos problemas y, por otro lado, la
regulación de 1985 podía mejorarse y, de hecho, se mejoró en parte por
obra de la Ley Orgánica 5/1997, de 4 de diciembre.
La presente Ley es ocasión que permite
culminar ese perfeccionamiento, afrontando el problema de las recusaciones
temerarias o con simple ánimo de dilación o de inmediata sustitución del
Juez o Magistrado recusado. En este sentido, la extemporaneidad de la
recusación se regula más precisamente, como motivo de inadmisión a trámite,
y se agilizan y simplifican los trámites iniciales a fin de que se produzca
la menor alteración procedimental posible. Finalmente, se prevé multa de
importante cuantía para las recusaciones que, al ser resueltas, aparezcan
propuestas de mala fe.
VI
La nueva Ley de Enjuiciamiento Civil sigue
inspirándose en el principio de justicia rogada o principio dispositivo,
del que se extraen todas sus razonables consecuencias, con la vista puesta,
no sólo en que, como regla, los procesos civiles persiguen la tutela de
derechos e intereses legítimos de determinados sujetos jurídicos, a los
que corresponde la iniciativa procesal y la configuración del objeto del
proceso, sino en que las cargas procesales atribuidas a estos sujetos y su lógica
diligencia para obtener la tutela judicial que piden, pueden y deben
configurar razonablemente el trabajo del órgano jurisdiccional, en
beneficio de todos.
De ordinario, el proceso civil responde a
la iniciativa de quien considera necesaria una tutela judicial en función
de sus derechos e intereses legítimos. Según el principio procesal citado,
no se entiende razonable que al órgano jurisdiccional le incumba investigar
y comprobar la veracidad de los hechos alegados como configuradores de un
caso que pretendidamente requiere una respuesta de tutela conforme a
Derecho. Tampoco se grava al tribunal con el deber y la responsabilidad de
decidir qué tutela, de entre todas las posibles, puede ser la que
corresponde al caso. Es a quien cree necesitar tutela a quien se atribuyen
las cargas de pedirla, determinarla con suficiente precisión, alegar y
probar los hechos y aducir los fundamentos jurídicos correspondientes a las
pretensiones de aquella tutela. Justamente para afrontar esas cargas sin
indefensión y con las debidas garantías, se impone a las partes, excepto
en casos de singular simplicidad, estar asistidas de abogado.
Esta inspiración fundamental del proceso
—excepto en los casos en que predomina un interés público que exige
satisfacción— no constituye, en absoluto, un obstáculo para que, como se
hace en esta Ley, el tribunal aplique el Derecho que conoce dentro de los límites
marcados por la faceta jurídica de la causa de pedir. Y menos aún
constituye el repetido principio ningún inconveniente para que la Ley
refuerce notablemente las facultades coercitivas de los tribunales respecto
del cumplimiento de sus resoluciones o para sancionar comportamientos
procesales manifiestamente contrarios al logro de una tutela efectiva. Se
trata, por el contrario, de disposiciones armónicas con el papel que se
confía a las partes, a las que resulta exigible asumir con seriedad las
cargas y responsabilidades inherentes al proceso, sin perjudicar a los demás
sujetos de éste y al funcionamiento de la Administración de Justicia.
VII
En el ámbito de las disposiciones
generales, la Ley introduce numerosas innovaciones con tres grandes
finalidades: regular de modo más completo y racional materias y cuestiones
diversas, hasta ahora carentes de regulación legal; procurar un mejor
desarrollo de las actuaciones procesales; y reforzar las garantías de
acierto en la sentencia.
A todas las disposiciones generales sobre
la jurisdicción y la competencia, los sujetos del proceso, sus actos y
diligencias, las resoluciones judiciales, los recursos, etc., concede la Ley
la importancia que merecen, a fin de que constituyan pautas realmente
aplicables en las distintas fases del proceso, sin necesidad de reiterar
normas y regulaciones enteras.
En cuanto a las partes, la Ley contiene
nuevos preceptos que regulan esa materia de modo más completo y con más
orden y claridad, superando, a efectos procesales, el dualismo de las
personas físicas y las jurídicas y con mejora de otros aspectos, relativos
a la sucesión procesal, a la intervención adhesiva litisconsorcial y a la
intervención provocada. Asimismo, el papel y responsabilidad de los
litigantes se perfila más precisamente al regularse de modo expreso y
unitario los actos de disposición (renuncia, allanamiento y desistimiento y
transacción), así como, en su más adecuada sede, la carga de la alegación
y de la prueba. Las normas sobre estas materias explicitan lo que es
conquista pacífica de la jurisprudencia y de la ciencia jurídica e
importan no poco para el desenlace del proceso mediante una sentencia justa.
A propósito de las partes, aunque en
verdad desborde ampliamente lo que es su reconocimiento y tratamiento
procesal, parece oportuno dar razón del modo en que la presente Ley aborda
la realidad de la tutela de intereses jurídicos colectivos, llevados al
proceso, no ya por quien se haya visto lesionado directamente y para su
individual protección, o por grupos de afectados, sino por personas jurídicas
constituidas y legalmente habilitadas para la defensa de aquellos intereses.
Esta realidad, mencionada mediante la
referencia a los consumidores y usuarios, recibe en esta Ley una respuesta
tributaria e instrumental de lo que disponen y puedan disponer en el futuro
las normas sustantivas acerca del punto, controvertido y difícil, de la
concreta tutela que, a través de las aludidas entidades, se quiera otorgar
a los derechos e intereses de los consumidores y usuarios en cuanto
colectividades. Como cauce para esa tutela, no se considera necesario un
proceso o procedimiento especial y sí, en cambio, una serie de normas
especiales, en los lugares oportunos.
Por un lado, la actuación procesal de las
personas jurídicas y de los grupos se hace posible sin dificultad en cuanto
a su personalidad, capacidad y representación procesales. Y, por otro lado,
tras una norma previsora de la singular legitimación de dichas entidades,
la Ley incluye, en los lugares adecuados, otros preceptos sobre llamamiento
al proceso de quienes, sin ser demandantes, puedan estar directamente
interesados en intervenir, sobre acumulación de acciones y de procesos y
acerca de la sentencia y su ejecución forzosa.
La amplitud de la intervención procesal
prevista con carácter general permite desechar una obligatoria acumulación
inicial de demandas, con el retraso a que obligaría en la sustanciación de
los procesos, un retraso que impediría, con mucha frecuencia, la
efectividad de la tutela pretendida. En cuanto a la eficacia subjetiva de
las sentencias, la diversidad de casos de protección impone evitar una errónea
norma generalizadora. Se dispone, en consecuencia, que el tribunal indicará
la eficacia que corresponde a la sentencia según su contenido y conforme a
la tutela otorgada por la vigente ley sustantiva protectora de los derechos
e intereses en juego. De este modo, la Ley no provee instrumentos procesales
estrictamente circunscritos a las previsiones actuales de protección
colectiva de los consumidores y usuarios, sino que queda abierta a las
modificaciones y cambios que en las leyes sustantivas puedan producirse
respecto de dicha protección.
Finalmente, se opta por no exigir caución
previa ni regular de modo especial la condena en costas en los procesos a
que se está haciendo referencia. En cuanto a la gratuidad de la asistencia
jurídica, no es la Ley de Enjuiciamiento Civil la norma adecuada para
decidir a qué entidades, y en qué casos, ha de reconocerse u otorgarse.
La obligada representación mediante
procurador y la imperativa asistencia de abogado se configuran en esta Ley
sin variación sustancial respecto de las disposiciones anteriores. La
experiencia, avalada por unánimes informes en este punto, garantiza el
acierto de esta decisión. Sin embargo, la presente Ley no deja de responder
a exigencias de racionalización: se elimina el requisito del bastanteo de
los poderes, desde hace tiempo desprovisto de sentido y se unifica del todo
el ámbito material en el que la representación por procurador y la
asistencia de abogado son necesarias. Las responsabilidades de procuraduría
y abogacía se acentúan en el nuevo sistema procesal, de modo que se
subraya la justificación de sus respectivas funciones.
Por lo que respecta a la jurisdicción y a
la competencia, la Ley regula la declinatoria como instrumento único para
el control, a instancia de parte, de esos presupuestos procesales,
determinando que dicho instrumento haya de emplearse antes de la contestación
a la demanda.
De este modo, se pone fin, por un lado, a
lagunas legales que afectaban a la denominada "competencia (o
incompetencia) internacional" y, de otro, a una desordenada e inarmónica
regulación, en la que declinatoria, inhibitoria y excepción se mezclaban y
frecuentemente confundían, con el indeseable resultado, en no pocos casos,
de sentencias absolutorias de la instancia por falta de jurisdicción o de
competencia, dictadas tras un proceso entero con alegaciones y prueba
contradictorias. Lo que esta Ley considera adecuado a la naturaleza de las
cosas es que, sin perjuicio de la vigilancia de oficio sobre los
presupuestos del proceso relativos al tribunal, la parte pasiva haya de
ponerlos de manifiesto con carácter previo, de modo que, si faltaran, el
proceso no siga adelante o, en otros casos, prosiga ante el tribunal
competente.
La supresión de la inhibitoria, instituto
procesal mantenido en obsequio de una facilidad impugnatoria del demandado,
se justifica, no sólo en aras de una conveniente simplificación del
tratamiento procesal de la competencia territorial, tratamiento éste que la
dualidad declinatoria-inhibitoria complicaba innecesaria y perturbadoramente
con frecuencia, sino en razón de la muy inferior dificultad que para el
demandado entraña, en los albores del siglo veintiuno, comparecer ante el
tribunal que esté conociendo del asunto. De cualquier forma, y a fin de
evitar graves molestias al demandado, la Ley también permite que se plantee
la declinatoria ante el tribunal del domicilio de aquél, procediéndose a
continuación a su inmediata remisión al tribunal que está conociendo del
asunto.
En cuanto a la jurisdicción y, en gran
medida, también respecto de la competencia objetiva, esta Ley se subordina
a los preceptos de la Ley Orgánica del Poder Judicial, que, sin embargo,
remiten a las leyes procesales para otros mecanismos de la predeterminación
legal del tribunal, como es, la competencia funcional en ciertos extremos y,
señaladamente, la competencia territorial. A estos extremos se provee con
normas adecuadas.
La presente Ley mantiene los criterios
generales para la atribución de la competencia territorial, sin multiplicar
innecesariamente los fueros especiales por razón de la materia y sin
convertir todas esas reglas en disposiciones de necesaria aplicación. Así,
pues, se sigue permitiendo, para buen número de casos, la sumisión de las
partes, pero se perfecciona el régimen de la sumisión tácita del
demandante y del demandado, con especial previsión de los casos en que,
antes de interponerse la demanda, de admitirla y emplazar al demandado, se
lleven a cabo actuaciones como las diligencias preliminares o la solicitud y
eventual acuerdo de medidas cautelares.
Las previsiones de la Ley acerca del
domicilio, como fuero general, dan respuesta, con una regulación más
realista y flexible, a necesidades que la experiencia ha puesto de relieve,
procurando, en todo caso, el equilibrio entre el legítimo interés de ambas
partes.
Sobre la base de la regulación
jurisdiccional orgánica y con pleno respeto a lo que en ella se dispone, se
construye en esta Ley una elemental disciplina del reparto de asuntos, que,
como es lógico, atiende a sus aspectos procesales y a las garantías de las
partes, procurando, al mismo tiempo, una mejor realidad e imagen de la
Justicia civil. No se incurre, por tanto, ni en duplicidad normativa ni en
extralimitación del específico ámbito legislativo. Una cosa es que la
fijación y aplicación de las normas de reparto se entienda como función
gubernativa, no jurisdiccional, y otra, bien distinta, que el cumplimiento
de esa función carezca de toda relevancia procesal o jurisdiccional.
Algún precepto aislado de la Ley de
Enjuiciamiento de 1881 ya establecía una consecuencia procesal en relación
con el reparto. Lo que esta Ley lleva a cabo es un desarrollo lógico de la
proyección procesal de esa "competencia relativa", como la
denominó la Ley de 1881, con la mirada puesta en el apartado segundo del
artículo 24 de la Constitución, que, según doctrina del Tribunal
Constitucional, no ha estimado irrelevante ni la inexistencia ni la infracción
de las normas de reparto.
Es claro, en efecto, que el reparto acaba
determinando "el juez ordinario" que conocerá de cada asunto. Y
si bien se ha considerado constitucionalmente admisible que esa última
determinación no haya de llevarse a cabo por inmediata aplicación de una
norma con rango formal de ley, no sería aceptable, en buena lógica y técnica
jurídica, que una sanción gubernativa fuera la única consecuencia de la
inaplicación o de la infracción de las normas no legales determinantes de
que conozca un "juez ordinario", en vez de otro. Difícilmente
podría justificarse la coexistencia de esa sanción gubernativa, que
reconocería la infracción de lo que ha de predeterminar al "juez
ordinario", y la ausencia de efectos procesales para quienes tienen
derecho a que su caso sea resuelto por el tribunal que corresponda según
normas predeterminadas.
Por todo ello, esta Ley prevé, en primer
lugar, que se pueda aducir y corregir la eventual infracción de la
legalidad relativa al reparto de asuntos y, en caso de que ese mecanismo
resulte infructuoso, prevé, evitando la severa sanción de nulidad radical
—reservada a las infracciones legales sobre jurisdicción y competencia
objetiva y declarable de oficio—, que puedan anularse, a instancia de
parte gravada, las resoluciones dictadas por órgano que no sea el que
debiera conocer según las normas de reparto.
En esta Ley, la prejudicialidad es, en
primer término, objeto de una regulación unitaria, en lugar de las normas
dispersas e imprecisas contenidas en la Ley de 1881. Pero, además, por lo
que respecta a la prejudicialidad penal, se sienta la regla general de la no
suspensión del proceso civil, salvo que exista causa criminal en la que se
estén investigando, como hechos de apariencia delictiva, alguno o algunos
de los que cabalmente fundamentan las pretensiones de las partes en el
proceso civil y ocurra, además, que la sentencia que en éste haya de
dictarse pueda verse decisivamente influida por la que recaiga en el proceso
penal.
Así, pues, hace falta algo más que una
querella admitida o una denuncia no archivada para que la prejudicialidad
penal incida en el proceso civil. Mas, si concurren todos los elementos
referidos, dicho proceso no se suspende hasta que sólo se encuentre
pendiente de sentencia. Únicamente determina una suspensión inmediata el
caso especial de la falsedad penal de un documento aportado al proceso
civil, siempre que tal documento pueda ser determinante del sentido del
fallo.
Para culminar un tratamiento más racional
de la prejudicialidad penal, que, al mismo tiempo, evite indebidas
paralizaciones o retrasos del proceso penal mediante querellas o denuncias
infundadas, se establece expresamente la responsabilidad civil por daños y
perjuicios derivados de la dilación suspensiva si la sentencia penal
declarase ser auténtico el documento o no haberse probado su falsedad.
Se prevé, además, el planteamiento de
cuestiones prejudiciales no penales con posibles efectos suspensivos y
vinculantes, cuando las partes del proceso civil se muestren conformes con
dichos efectos. Y, finalmente, se admite también la prejudicialidad civil,
con efectos suspensivos, si no cabe la acumulación de procesos o uno de los
procesos se encuentra próximo a su terminación.
VIII
El objeto del proceso civil es asunto con
diversas facetas, todas ellas de gran importancia. Son conocidas las polémicas
doctrinales y las distintas teorías y posiciones acogidas en la
jurisprudencia y en los trabajos científicos. En esta Ley, la materia es
regulada en diversos lugares, pero el exclusivo propósito de las nuevas
reglas es resolver problemas reales, que la Ley de 1881 no resolvía ni
facilitaba resolver.
Se parte aquí de dos criterios
inspiradores: por un lado, la necesidad de seguridad jurídica y, por otro,
la escasa justificación de someter a los mismos justiciables a diferentes
procesos y de provocar la correspondiente actividad de los órganos
jurisdiccionales, cuando la cuestión o asunto litigioso razonablemente
puede zanjarse en uno solo.
Con estos criterios, que han de armonizarse
con la plenitud de las garantías procesales, la presente Ley, entre otras
disposiciones, establece una regla de preclusión de alegaciones de hechos y
de fundamentos jurídicos, ya conocida en nuestro Derecho y en otros
ordenamientos jurídicos. En la misma línea, la Ley evita la indebida
dualidad de controversias sobre nulidad de los negocios jurídicos —una,
por vía de excepción; otra, por vía de demanda o acción—, trata
diferenciadamente la alegación de compensación y precisa el ámbito de los
hechos que cabe considerar nuevos a los efectos de fundar una segunda
pretensión en apariencia igual a otra anterior. En todos estos puntos, los
nuevos preceptos se inspiran en sólida jurisprudencia y doctrina.
Con la misma inspiración básica de no
multiplicar innecesariamente la actividad jurisdiccional y las cargas de
todo tipo que cualquier proceso conlleva, el régimen de la pluralidad de
objetos pretende la economía procesal y, a la vez, una configuración del
ámbito objetivo de los procesos que no implique una complejidad
inconveniente en razón del procedimiento que se haya de seguir o que,
simplemente, dificulte, sin razón suficiente, la sustanciación y decisión
de los litigios. De ahí que se prohíba la reconvención que no guarde
relación con las pretensiones del actor y que, en los juicios verbales, en
general, se limite la acumulación de acciones.
La regulación de la acumulación de
acciones se innova, con carácter general, mediante diversos
perfeccionamientos y, en especial, con el de un tratamiento procesal
preciso, hasta ahora inexistente. En cuanto a la acumulación de procesos,
se aclaran los presupuestos que la hacen procedente, así como los
requisitos y los óbices procesales de este instituto, simplificando el
procedimiento en cuanto resulta posible. Además, la Ley incluye normas para
evitar un uso desviado de la acumulación de procesos: no se admitirá la
acumulación cuando el proceso o procesos ulteriores puedan evitarse
mediante la excepción de litispendencia o si lo que se plantea en ellos
pudo suscitarse mediante acumulación inicial de acciones, ampliación de la
demanda o a través de la reconvención.
IX
El Título V, dedicado a las actuaciones
judiciales, presenta ordenadamente normas traídas de la Ley Orgánica del
Poder Judicial, con algunos perfeccionamientos aconsejados por la
experiencia. Cabe destacar un singular énfasis en las disposiciones sobre
la necesaria publicidad y presencia del Juez o de los Magistrados —no sólo
el Ponente, si se trata de órgano colegiado— en los actos de prueba,
comparecencias y vistas. Esta insistencia en normas generales encontrará
luego plena concreción en la regulación de los distintos procesos, pero,
en todo caso, se sanciona con nulidad radical la infracción de lo dispuesto
sobre presencia judicial o inmediación en sentido amplio.
En cuanto a la dación de fe, la Ley
rechaza algunas propuestas contrarias a esa esencial función de los
Secretarios Judiciales, si bien procura no extender esta responsabilidad de
los fedatarios más allá de lo que resulta verdaderamente necesario y, por
añadidura, posible. Así, la Ley exige la intervención del fedatario público
judicial para la constancia fehaciente de las actuaciones procesales
llevadas a cabo en el tribunal o ante él y reconoce la recepción de
escritos en el registro que pueda haberse establecido al efecto, entendiendo
que la fe pública judicial garantiza los datos de dicho registro relativos
a la recepción.
La documentación de las actuaciones podrá
llevarse a cabo, no sólo mediante actas, notas y diligencias, sino también
con los medios técnicos que reúnan las garantías de integridad y
autenticidad. Y las vistas y comparecencias orales habrán de registrarse o
grabarse en soportes aptos para la reproducción.
Los actos de comunicación son regulados
con orden, claridad y sentido práctico. Y se pretende que, en su propio
interés, los litigantes y sus representantes asuman un papel más activo y
eficaz, descargando de paso a los tribunales de un injustificado trabajo
gestor y, sobre todo, eliminando "tiempos muertos", que retrasan
la tramitación.
Pieza importante de este nuevo diseño son
los procuradores de los Tribunales, que, por su condición de representantes
de las partes y de profesionales con conocimientos técnicos sobre el
proceso, están en condiciones de recibir notificaciones y de llevar a cabo
el traslado a la parte contraria de muchos escritos y documentos. Para la
tramitación de los procesos sin dilaciones indebidas, se confía también
en los mismos Colegios de Procuradores para el eficaz funcionamiento de sus
servicios de notificación, previstos ya en la Ley Orgánica del Poder
Judicial.
La preocupación por la eficacia de los
actos de comunicación, factor de indebida tardanza en la resolución de no
pocos litigios, lleva a la Ley a optar decididamente por otorgar relevancia
a los domicilios que consten en el padrón o en entidades o Registros públicos,
al entender que un comportamiento cívica y socialmente aceptable no se
compadece con la indiferencia o el descuido de las personas respecto de esos
domicilios. A efectos de actos de comunicación, se considera también
domicilio el lugar de trabajo no ocasional.
En esta línea, son considerables los
cambios en el régimen de los citados actos de comunicación, acudiendo a
los edictos sólo como último y extremo recurso.
Si en el proceso es preceptiva la
intervención de procurador o si, no siéndolo, las partes se personan con
esa representación, los actos de comunicación, cualquiera que sea su
objeto, se llevan a cabo con los procuradores. Cuando no es preceptiva la
representación por procurador o éste aún no se ha personado, la
comunicación se intenta en primer lugar mediante correo certificado con
acuse de recibo al lugar designado como domicilio o, si el tribunal lo
considera más conveniente para el éxito de la comunicación, a varios
lugares. Sólo si este medio fracasa se intenta la comunicación mediante
entrega por el tribunal de lo que haya de comunicarse, bien al destinatario,
bien a otras personas expresamente previstas, si no se hallase al
destinatario.
A efectos del emplazamiento o citación
para la comparecencia inicial del demandado, es al demandante a quien
corresponde señalar uno o varios lugares como domicilios a efectos de actos
de comunicación, aunque, lógicamente, comparecido el demandado, puede éste
designar un domicilio distinto. Si el demandante no conoce el domicilio o si
fracasa la comunicación efectuada al lugar indicado, el tribunal ha de
llevar a cabo averiguaciones, cuya eficacia refuerza esta Ley.
En materia de plazos, la Ley elimina
radicalmente los plazos de determinación judicial y establece los demás
con realismo, es decir, tomando en consideración la experiencia de los
protagonistas principales de la Justicia civil y los resultados de algunas
reformas parciales de la Ley de 1881. En este sentido, se ha comprobado que
un sistemático acortamiento de los plazos legalmente establecidos para los
actos de las partes no redunda en la deseada disminución del horizonte
temporal de la sentencia. No son los plazos muy breves ninguna panacea para
lograr que, en definitiva, se dicte, con las debidas garantías, una
resolución que provea sin demora a las pretensiones de tutela efectiva.
La presente Ley opta, pues, en cuanto a los
actos de las partes, por plazos breves pero suficientes. Y por lo que
respecta a muchos plazos dirigidos al tribunal, también se prevén breves,
con seguridad en la debida diligencia de los órganos jurisdiccionales. Sin
embargo, en lo referente al señalamiento de audiencias, juicios y vistas
—de capital importancia en la estructura de los nuevos procesos
declarativos, dada la concentración de actos adoptada por la Ley—, se
rehuyen las normas imperativas que no vayan a ser cumplidas y, en algunos
casos, se opta por confiar en que los calendarios de los tribunales, en
cuanto a esos actos, se ajustarán a la situación de los procesos y al
legal y reglamentario cumplimiento del deber que incumbe a todos los
servidores de la Administración de Justicia.
Por lo que respecta a los plazos para
dictar sentencia en primera instancia, se establecen el de diez días, para
el juicio verbal, y el de veinte, para el juicio ordinario. No se trata de
plazos que, en sí mismos, puedan considerarse excesivamente breves, pero sí
son razonables y de posible cumplimiento. Porque es de tener en cuenta que
la aludida estructura nueva de los procesos ordinarios comporta el que los
jueces tengan ya un importante conocimiento de los asuntos y no hayan de
estudiarlos o reestudiarlos enteramente al final, examinando una a una las
diligencias de prueba llevadas a cabo por separado, así como las
alegaciones iniciales de las partes y sus pretensiones, que, desde su admisión,
frecuentemente no volvieron a considerar.
En los juicios verbales, es obvia la
proximidad del momento sentenciador a las pruebas y a las pretensiones y sus
fundamentos. En el proceso ordinario, el acto del juicio opera esa
proximidad de la sentencia respecto de la prueba —y, por tanto, en gran
medida, del caso—, y la audiencia previa al juicio, en la que ha de
perfilarse lo que es objeto de la controversia, aproxima también las
pretensiones de las partes a la actividad jurisdiccional decisoria del
litigio.
La Ley, atenta al presente y previsora del
futuro, abre la puerta a la presentación de escritos y documentos y a los
actos de notificación por medios electrónicos, telemáticos y otros
semejantes, pero sin imponer a los justiciables y a los ciudadanos que
dispongan de esos medios y sin dejar de regular las exigencias de esta
comunicación. Para que surtan plenos efectos los actos realizados por esos
medios, será preciso que los instrumentos utilizados entrañen la garantía
de que la comunicación y lo comunicado son con seguridad atribuibles a
quien aparezca como autor de una y otro. Y ha de estar asimismo garantizada
la recepción íntegra y las demás circunstancias legalmente relevantes.
Es lógico prever, como se hace, que,
cuando esas seguridades no vengan proporcionadas por las características
del medio utilizado o éste sea susceptible de manipulación con mayor o
menor facilidad, la eficacia de los escritos y documentos, a efectos de
acreditamiento o de prueba, quede supeditada a una presentación o aportación
que sí permita el necesario examen y verificación. Pero estas razonables
cautelas no deben, sin embargo, impedir el reconocimiento de los avances
científicos y técnicos y su posible incorporación al proceso civil.
En este punto, la Ley evita incurrir en un
reglamentismo impropio de su naturaleza y de su deseable proyección
temporal. La instauración de medios de comunicación como los referidos y
la determinación de sus características técnicas son, por lo que respecta
a los órganos jurisdiccionales, asuntos que encuentran la base legal
apropiada en las atribuciones que la Ley Orgánica del Poder Judicial
confieren al Consejo General del Poder Judicial y al Gobierno. En cuanto a
los procuradores y abogados e incluso a no pocos justiciables, lo razonable
es suponer que irán disponiendo de medios de comunicación distintos de los
tradicionales, que cumplan los requisitos establecidos en esta Ley, en la
medida de sus propias posibilidades y de los medios de que estén dotados
los tribunales.
Para el auxilio judicial, en cuyo régimen,
entre otros perfeccionamientos, se precisa el que corresponde prestar a los
Juzgados de Paz, la Ley cuenta con el sistema informático judicial. En esta
materia, se otorga a los tribunales una razonable potestad coercitiva y
sancionadora respecto de los retrasos debidos a la falta de diligencia a las
partes.
Otras innovaciones especialmente dignas de
mención, dentro del antes citado Título V del Libro primero, son la
previsión de nuevo señalamiento de vistas antes de su celebración, para
evitar al máximo que se suspendan, así como las normas que, respecto de la
votación y fallo de los asuntos, tienden a garantizar la inmediación en
sentido estricto, estableciendo, con excepciones razonables, que hayan de
dictar sentencia los Jueces y Magistrados que presenciaron la práctica de
las pruebas en el juicio o vista.
Con tales normas, la presente Ley no
exagera la importancia de la inmediación en el proceso civil ni aspira a
una utopía, porque, además de la relevancia de la inmediación para el
certero enjuiciamiento de toda clase de asuntos, la ordenación de los
nuevos procesos civiles en esta Ley impone concentración de la práctica de
la prueba y proximidad de dicha práctica al momento de dictar sentencia.
En el capítulo relativo a las resoluciones
judiciales, destacan como innovaciones las relativas a su invariabilidad,
aclaración y corrección. Se incrementa la seguridad jurídica al perfilar
adecuadamente los casos en que éstas dos últimas proceden y se introduce
un instrumento para subsanar rápidamente, de oficio o a instancia de parte,
las manifiestas omisiones de pronunciamiento, completando las sentencias en
que, por error, se hayan cometido tales omisiones.
La ley regula este nuevo instituto con la
precisión necesaria para que no se abuse de él y es de notar, por otra
parte, que el precepto sobre forma y contenido de las sentencias aumenta la
exigencia de cuidado en la parte dispositiva, disponiendo que en ésta se
hagan todos los pronunciamientos correspondientes a las pretensiones de las
partes sin permitir los pronunciamientos tácitos con frecuencia envueltos
hasta ahora en los fundamentos jurídicos.
De este modo, no será preciso forzar el
mecanismo del denominado "recurso de aclaración" y podrán
evitarse recursos ordinarios y extraordinarios fundados en incongruencia por
omisión de pronunciamiento. Es claro, y claro queda en la ley, que este
instituto en nada ataca a la firmeza que, en su caso, deba atribuirse a la
sentencia incompleta. Porque, de un lado, los pronunciamientos ya emitidos
son, obviamente, firmes y, de otro, se prohíbe modificarlos, permitiendo sólo
añadir los que se omitieron.
Frente a propuestas de muy diverso sentido,
la Ley mantiene las diligencias de ordenación, aunque ampliando su
contenido, y suprime las propuestas de resolución, ambas hasta ahora a
cargo de los Secretarios Judiciales. Dichas medidas se sitúan dentro del
esfuerzo que la Ley realiza por aclarar los ámbitos de actuación de los
tribunales, a quienes corresponde dictar las providencias, autos y
sentencias, y de los Secretarios Judiciales, los cuales, junto a su
insustituible labor, entre otras muchas de gran importancia, de fedatarios públicos
judiciales, deben encargarse además, y de forma exclusiva, de la adecuada
ordenación del proceso, a través de las diligencias de ordenación.
Las propuestas de resolución, introducidas
por la Ley Orgánica del Poder Judicial en 1985, no han servido de hecho
para aprovechar el indudable conocimiento técnico de los Secretarios
Judiciales, sino más bien para incrementar la confusión entre las
atribuciones de éstos y las de los tribunales, y para dar lugar a criterios
de actuación diferentes en los distintos Juzgados y Tribunales, originando
con frecuencia inseguridades e insatisfacciones. De ahí que no se haya
considerado oportuno mantener su existencia, y sí plantear fórmulas
alternativas que redunden en un mejor funcionamiento de los órganos
judiciales.
En este sentido, la Ley opta, por un lado,
por definir de forma precisa qué debe entenderse por providencias y autos,
especificando, en cada precepto concreto, cuándo deben dictarse unas y
otros. Así, toda cuestión procesal que requiera una decisión judicial ha
de ser resuelta necesariamente por los tribunales, bien por medio de una
providencia bien a través de un auto, según los casos. Pero, por otra
parte, la Ley atribuye la ordenación formal y material del proceso, en
definitiva, las resoluciones de impulso procesal, a los Secretarios
Judiciales, indicando a lo largo del texto cuándo debe dictarse una
diligencia de ordenación a través del uso de formas impersonales, que
permiten deducir que la actuación correspondiente deben realizarla aquéllos
en su calidad de encargados de la correcta tramitación del proceso.
Novedad de esta Ley son también las normas
que, conforme a la jurisprudencia y a la doctrina más autorizadas, expresan
reglas atinentes al contenido de la sentencia. Así, los preceptos relativos
a la regla "iuxta allegata et probata", a la carga de la prueba, a
la congruencia y a la cosa juzgada material. Importantes resultan también
las disposiciones sobre sentencias con reserva de liquidación, que se
procura restringir a los casos en que sea imprescindible, y sobre las
condenas de futuro.
En cuanto a la carga de la prueba, la Ley
supera los términos, en sí mismos poco significativos, del único precepto
legal hasta ahora existente con carácter de norma general, y acoge
conceptos ya concretados con carácter pacífico en la Jurisprudencia.
Las normas de carga de la prueba, aunque sólo
se aplican judicialmente cuando no se ha logrado certeza sobre los hechos
controvertidos y relevantes en cada proceso, constituyen reglas de decisiva
orientación para la actividad de las partes. Y son, asimismo, reglas, que,
bien aplicadas, permiten al juzgador confiar en el acierto de su
enjuiciamiento fáctico, cuando no se trate de casos en que, por estar
implicado un interés público, resulte exigible que se agoten, de oficio,
las posibilidades de esclarecer los hechos. Por todo esto, ha de
considerarse de importancia este esfuerzo legislativo.
El precepto sobre la debida exhaustividad y
congruencia de las sentencias, además de haberse enriquecido con algunas
precisiones, se ve complementado con otras normas, algunas de ellas ya
aludidas, que otorgan a la congruencia toda su virtualidad. En cuanto a la
cosa juzgada, esta Ley, rehuyendo de nuevo lo que en ella sería
doctrinarismo, se aparta, empero, de superadas concepciones de índole casi
metajurídica y, conforme a la mejor técnica jurídica, entiende la cosa
juzgada como un instituto de naturaleza esencialmente procesal, dirigido a
impedir la repetición indebida de litigios y a procurar, mediante el efecto
de vinculación positiva a lo juzgado anteriormente, la armonía de las
sentencias que se pronuncien sobre el fondo en asuntos prejudicialmente
conexos.
Con esta perspectiva, alejada de la idea de
la presunción de verdad, de la tópica "santidad de la cosa
juzgada" y de la confusión con los efectos jurídico-materiales de
muchas sentencias, se entiende que, salvo excepciones muy justificadas, se
reafirme la exigencia de la identidad de las partes como presupuesto de la
específica eficacia en que la cosa juzgada consiste. En cuanto a otros
elementos, dispone la Ley que la cosa juzgada opere haciendo efectiva la
antes referida regla de preclusión de alegaciones de hechos y de
fundamentos jurídicos.
La nulidad de los actos procesales se
regula en esta Ley determinando, en primer término, los supuestos de
nulidad radical o de pleno derecho. Se mantiene el sistema ordinario de
denuncia de los casos de nulidad radical a través de los recursos o de su
declaración, de oficio, antes de dictarse resolución que ponga fin al
proceso.
Pero se reafirma la necesidad, puesta de
relieve en su día por el Tribunal Constitucional, de un remedio procesal
específico para aquellos casos en que la nulidad radical, por el momento en
que se produjo el vicio que la causó, no pudiera ser declarada de oficio ni
denunciada por vía de recurso, tratándose, sin embargo, de defectos
graves, generadores de innegable indefensión. Así, por ejemplo, la privación
de la posibilidad de actuar en vistas anteriores a la sentencia o de conocer
ésta a efectos de interponer los recursos procedentes.
Sin embargo, se excluye la incongruencia de
esta vía procesal. Porque la incongruencia de las resoluciones que pongan
fin al proceso, además de que no siempre entraña nulidad radical, presenta
una entidad a todas luces diferente, no reclama en muchos casos la reposición
de las actuaciones para la reparación de la indefensión causada por el
vicio de nulidad y, cuando se trate de una patente incongruencia omisiva,
esta Ley ha previsto, como ya se ha expuesto, un tratamiento distinto.
Verdad es que, mediante el incidente
excepcional de nulidad de actuaciones, pueden verse afectadas sentencias y
otras resoluciones finales, que han de considerarse firmes. Pero el
legislador no puede, en aras de la firmeza, cerrar los ojos a la antecedente
nulidad radical, que afecta a la resolución, con todas sus características
—firmeza incluida— y con todos sus efectos. La Ley opta, pues, por
afrontar la nulidad conforme a su naturaleza y no según la similitud con
las realidades que determinan la existencia de otros institutos, como el
denominado recurso de revisión o la audiencia del condenado en rebeldía.
En los casos previstos como base del
remedio excepcional de que ahora se trata, no se está ante una causa de
rescisión de sentencias firmes y no ha parecido oportuno mezclar la nulidad
con esas causas ni se ha considerado conveniente, para una tutela judicial
efectiva, seguir el procedimiento establecido a los efectos de la rescisión
ni llevar la nulidad al órgano competente para aquélla.
Aunque, como respecto de otros derechos
procesales, siempre cabe el riesgo de abuso de la solicitud excepcional de
nulidad de actuaciones, la Ley previene dicho riesgo, no sólo con la
cuidadosa determinación de los casos en que la solicitud puede fundarse,
sino con otras reglas: no suspensión de la ejecución, condena en costas en
caso de desestimación de aquélla e imposición de multa cuando se
considere temeraria. Además, los tribunales pueden rechazar las solicitudes
manifiestamente infundadas mediante providencia sucintamente motivada, sin
que en esos casos haya de sustanciarse el incidente y dictarse auto.
X
El Libro II de la presente Ley, dedicado a
los procesos declarativos, comprende, dentro del Capítulo referente a las
disposiciones comunes, las reglas para determinar el proceso que se ha de
seguir. Esta determinación se lleva a cabo combinando criterios relativos a
la materia y a la cuantía. Pero la materia no sólo se considera en esta
Ley, como en la de 1881, factor predominante respecto de la cuantía, sino
elemento de muy superior relevancia, como lógica consecuencia de la
preocupación de esta Ley por la efectividad de la tutela judicial. Y es que
esa efectividad reclama que por razón de la materia, con independencia de
la evaluación dineraria del interés del asunto, se solvente con rapidez
—con más rapidez que hasta ahora— gran número de casos y cuestiones.
Es éste un momento oportuno para dar razón
del tratamiento que, con la mirada puesta en el artículo 53.2 de la
Constitución, esta Ley otorga, en el ámbito procesal civil, a una materia
plural, pero susceptible de consideración unitaria: los derechos
fundamentales.
Además de entender, conforme a unánime
interpretación, que la sumariedad a que se refiere el citado precepto de la
Constitución no ha de entenderse en el sentido estricto o técnico-jurídico,
de ausencia de cosa juzgada a causa de una limitación de alegaciones y
prueba, resulta imprescindible, para un adecuado enfoque del tema, la
distinción entre los derechos fundamentales cuya violación se produce en
la realidad extraprocesal y aquellos que, por su sustancia y contenido, sólo
pueden ser violados o infringidos en el seno de un proceso.
En cuanto a los primeros, pueden y deben
ser llevados a un proceso para su rápida protección, que se tramite con
preferencia: el hecho o comportamiento, externo al proceso, generador de la
pretendida violación del derecho fundamental, se residencia después
jurisdiccionalmente. Y lo que quiere el concreto precepto constitucional
citado es, sin duda alguna, una tutela judicial singularmente rápida.
En cambio, respecto de los derechos
fundamentales que, en sí mismos, consisten en derechos y garantías
procesales, sería del todo ilógico que a su eventual violación
respondiera el Derecho previendo, en el marco de la jurisdicción ordinaria,
tanto uno o varios procedimientos paralelos como un proceso posterior a aquél
en que tal violación se produzca y no sea reparada. Es patente que con lo
primero se entraría de lleno en el territorio de lo absurdo. Y lo segundo
supondría duplicar los procesos jurisdiccionales. Y aún cabría hablar de
duplicación —del todo ineficaz y paradójicamente contraria a lo
pretendido— como mínimo, pues en ese segundo proceso, contemplado como
hipótesis, también podría producirse o pensarse que se había producido
una nueva violación de derechos fundamentales, de contenido procesal.
Por todo esto, para los derechos
fundamentales del primer bloque aludido, aquellos que se refieren a bienes
jurídicos del ámbito vital extrajudicial, la presente Ley establece que
los procesos correspondientes se sustancien por un cauce procedimental, de
tramitación preferente, más rápido que el establecido por la Ley de
Protección Jurisdiccional de los Derechos Fundamentales, de 1978: el de los
juicios ordinarios, con demanda y contestación por escrito, seguidas de
vista y sentencia.
En cambio, respecto de los derechos
fundamentales de naturaleza procesal, cuya infracción puede producirse a lo
largo y lo ancho de cualquier litigio, esta Ley descarta un ilógico
procedimiento especial ante las denuncias de infracción y considera que las
posibles violaciones han de remediarse en el seno del proceso en que se han
producido. A tal fin responden, respecto de muy diferentes puntos y
cuestiones, múltiples disposiciones de esta Ley, encaminadas a una rápida
tutela de las garantías procesales constitucionalizadas. La mayoría de
esas disposiciones tienen carácter general pues aquello que regulan es
susceptible siempre de originar la necesidad de tutelar derechos
fundamentales de índole procesal, sin que tenga sentido por tanto,
establecer una tramitación preferente. En cambio, y a título de meros
ejemplos de reglas singulares, cabe señalar la tramitación preferente de
todos los recursos de queja y de los recursos de apelación contra ciertos
autos que inadmitan demandas. Conforme a la experiencia, también se ocupa
la Ley de modo especial, según se verá, de los casos de indefensión, con
nulidad radical, que, por el momento en que pueden darse, no es posible
afrontar mediante recursos o con actuación del tribunal, de oficio.
Volviendo a la atribución de tipos de
asuntos en los distintos cauces procedimentales, la Ley, en síntesis,
reserva para el juicio verbal, que se inicia mediante demanda sucinta con
inmediata citación para la vista, aquellos litigios caracterizados, en
primer lugar, por la singular simplicidad de lo controvertido y, en segundo
término, por su pequeño interés económico. El resto de litigios han de
seguir el cauce del juicio ordinario, que también se caracteriza por su
concentración, inmediación y oralidad. De cualquier forma, aunque la
materia es criterio determinante del procedimiento en numerosos casos, la
cuantía sigue cumpliendo un papel no desdeñable y las reglas sobre su
determinación cambian notablemente, con mejor contenido y estructura,
conforme a la experiencia, procurándose, por otra parte, que la
indeterminación inicial quede circunscrita a los casos verdaderamente
irreductibles a toda cuantificación, siquiera sea relativa.
Las diligencias preliminares del proceso
establecidas en la Ley de Enjuiciamiento Civil de 1881 no distaban mucho del
completo desuso, al no considerarse de utilidad, dadas las escasas
consecuencias de la negativa a llevar a cabo los comportamientos
preparatorios previstos, pese a que el tribunal considerara justificada la
solicitud del interesado. Por estos motivos, algunas iniciativas de reforma
procesal civil se inclinaron a prescindir de este instituto.
Sin embargo, la presente Ley se asienta
sobre el convencimiento de que caben medidas eficaces para la preparación
del proceso. Por un lado, se amplían las diligencias que cabe solicitar,
aunque sin llegar al extremo de que sean indeterminadas. Por otra parte, sin
incurrir en excesos coercitivos, se prevén, no obstante, respecto de la
negativa injustificada, consecuencias prácticas de efectividad muy superior
a la responsabilidad por daños y perjuicios.
Buscando un equilibrio equitativo, se exige
al solicitante de las medidas preliminares una caución para compensar los
gastos, daños y perjuicios que se pueda ocasionar a los sujetos pasivos de
aquéllas, con la particularidad de que el mismo tribunal competente para
las medidas decidirá sumariamente sobre el destino de la caución.
En los momentos iniciales del proceso, además
de acompañar a la demanda o personación los documentos que acrediten
ciertos presupuestos procesales, es de gran importancia, para información
de la parte contraria, la presentación de documentos sobre el fondo del
asunto, a los que la regulación de esta Ley añade medios e instrumentos en
que consten hechos fundamentales (palabras, imágenes y cifras, por ejemplo)
para las pretensiones de las partes, así como los dictámenes escritos y
ciertos informes sobre hechos. Las nuevas normas prevén, asimismo, la
presentación de documentos exigidos en ciertos casos para la admisibilidad
de la demanda y establecen con claridad que, como es lógico y razonable,
cabe presentar en momentos no iniciales aquellos documentos relativos al
fondo, pero cuya relevancia sólo se haya puesto de manifiesto a
consecuencia de las alegaciones de la parte contraria.
Aquí como en otros puntos, la Ley acentúa
las cargas de las partes, restringiendo al máximo la posibilidad de
remitirse a expedientes, archivos o registros públicos. Los supuestos de
presentación no inicial de los documentos y otros escritos e instrumentos
relativos al fondo se regulan con exactitud y se sustituye la promesa o
juramento de no haberlos conocido o podido obtener con anterioridad por la
carga de justificar esa circunstancia. Congruentemente, el tribunal es
facultado para decidir la improcedencia de tener en cuenta los documentos
si, con el desarrollo de las actuaciones, no apareciesen justificados el
desconocimiento y la imposibilidad. En casos en que se aprecie mala fe o ánimo
dilatorio en la presentación del documento, el tribunal podrá además
imponer multa.
En cuanto a la regulación de la entrega de
copias de escritos y documentos y su traslado a las demás partes, es
innovación de importancia la ya aludida de encomendar el traslado a los
Procuradores, cuando éstos intervengan y se hayan personado. El tribunal
tendrá por efectuado el traslado desde que le conste la entrega de las
copias al servicio de notificación organizado por el Colegio de
Procuradores. De este modo, se descarga racionalmente a los órganos
jurisdiccionales y, singularmente, al personal no jurisdiccional de un
trabajo, que, bien mirado, resulta innecesario e impropio que realicen, en
inevitable detrimento de otros. Pero, además, el nuevo sistema permitirá,
como antes se apuntó, eliminar "tiempos muertos", pues desde la
presentación con traslado acreditado, comenzarán a computarse los plazos
para llevar a cabo cualquier actuación procesal ulterior.
XI
Por tratarse de normas comunes a todos los
procesos declarativos en primera instancia y, cuando proceda, en la segunda,
parece más acertado situar las normas sobre la prueba entre las
disposiciones generales de la actividad jurisdiccional declarativa que en el
seno de las que articulan un determinado tipo procedimental.
La prueba, así incardinada y con derogación
de los preceptos del Código Civil carentes de otra relevancia que la
procesal, se regula en esta Ley con la deseable unicidad y claridad, además
de un amplio perfeccionamiento, en tres vertientes distintas.
Por un lado, se determina el objeto de la
prueba, las reglas sobre la iniciativa de la actividad probatoria y sobre su
admisibilidad, conforme a los criterios de pertinencia y utilidad, al que ha
de añadirse la licitud, a cuyo tratamiento procesal, hasta ahora
inexistente, se provee con sencillos preceptos.
Por otro lado, en cuanto a lo procedimental,
frente a la dispersión de la práctica de la prueba, se introduce una
novedad capital, que es la práctica de toda la prueba en el juicio o vista,
disponiéndose que las diligencias que, por razones y motivos justificados,
no puedan practicarse en dichos actos públicos, con garantía plena de la
presencia judicial, habrán de llevarse a cabo con anterioridad a ellos.
Además, se regula la prueba anticipada y el aseguramiento de la prueba, que
en la Ley de 1881 apenas merecían alguna norma aislada.
Finalmente, los medios de prueba, junto con
las presunciones, experimentan en esta Ley numerosos e importantes cambios.
Cabe mencionar, como primero de todos ellos, la apertura legal a la realidad
de cuanto puede ser conducente para fundar un juicio de certeza sobre las
alegaciones fácticas, apertura incompatible con la idea de un número
determinado y cerrado de medios de prueba. Además resulta obligado el
reconocimiento expreso de los instrumentos que permiten recoger y reproducir
palabras, sonidos e imágenes o datos, cifras y operaciones matemáticas.
En segundo término, cambia, en la línea
de la mayor claridad y flexibilidad, el modo de entender y practicar los
medios de prueba más consagrados y perennes.
La confesión, en exceso tributaria de sus
orígenes históricos, en gran medida superados, y, por añadidura, mezclada
con el juramento, es sustituida por una declaración de las partes, que se
aleja extraordinariamente de la rigidez de la "absolución de
posiciones". Esta declaración ha de versar sobre las preguntas
formuladas en un interrogatorio libre, lo que garantiza la espontaneidad de
las respuestas, la flexibilidad en la realización de preguntas y, en
definitiva, la integridad de una declaración no preparada.
En cuanto a la valoración de la declaración
de las partes, es del todo lógico seguir teniendo en consideración, a
efectos de fijación de los hechos, el dato de que los reconozca como
ciertos la parte que ha intervenido en ellos y para la que resultan
perjudiciales. Pero, en cambio, no resulta razonable imponer legalmente, en
todo caso, un valor probatorio pleno a tal reconocimiento o confesión. Como
en las últimas décadas ha venido afirmando la jurisprudencia y
justificando la mejor doctrina, ha de establecerse la valoración libre,
teniendo en cuenta las otras pruebas que se practiquen.
Esta Ley se ocupa de los documentos, dentro
de los preceptos sobre la prueba, a los solos efectos de la formación del
juicio jurisdiccional sobre los hechos, aunque, obviamente, esta eficacia
haya de ejercer una notable influencia indirecta en el tráfico jurídico.
Los documentos públicos, desde el punto de vista procesal civil, han sido
siempre y deben seguir siendo aquéllos a los que cabe y conviene atribuir
una clara y determinada fuerza a la hora del referido juicio fáctico.
Documentos privados, en cambio, son los que, en sí mismos, no gozan de esa
fuerza fundamentadora de la certeza procesal y, por ello, salvo que su
autenticidad sea reconocida por los sujetos a quienes puedan perjudicar,
quedan sujetos a la valoración libre o conforme a las reglas de la sana crítica.
La específica fuerza probatoria de los
documentos públicos deriva de la confianza depositada en la intervención
de distintos fedatarios legalmente autorizados o habilitados. La ley
procesal ha de hacerse eco, a sus específicos efectos y con lenguaje
inteligible, de tal intervención, pero no es la sede normativa en que se
han de establecer los requisitos, el ámbito competencial y otros factores
de la dación de fe. Tampoco corresponde a la legislación procesal dirimir
controversias interpretativas de las normas sobre la función de dar fe o
acerca del asesoramiento jurídico con el que se contribuye a la
instrumentación documental de los negocios jurídicos. Menos propio aún de
esta Ley ha parecido determinar requisitos de forma documental relativos a
tales negocios o modificar las opciones legislativas preexistentes.
Frente a corrientes de opinión que,
mirando a otros modelos y a una pretendida disminución de los costes económicos
de los negocios jurídicos, propugnan una radical modificación de la fe pública
en el tráfico jurídico-privado, civil y mercantil, la presente Ley es
respetuosa con esa dación de fe. Se trata, no obstante, de un respeto
compatible con el legítimo interés de los justiciables y, desde luego, con
el interés de la Administración de Justicia misma, por lo que, ante todo,
la Ley pretende que cada parte fije netamente su posición sobre los
documentos aportados de contrario, de suerte que, en caso de reconocerlos o
no impugnar su autenticidad, la controversia fáctica desaparezca o se
aminore.
Ha de señalarse también que determinados
preceptos de diversas leyes atribuyen carácter de documentos públicos a
algunos respecto de los que, unas veces de modo expreso y otras implícitamente,
cabe la denominada "prueba en contrario". La presente Ley respeta
esas disposiciones de otros cuerpos legales, pero está obligada a regular
diferenciadamente estos documentos públicos y aquéllos otros, de los que
hasta aquí se ha venido tratando, que por sí mismos hacen prueba plena.
Sobre estas bases, la regulación unitaria
de la prueba documental, que esta Ley contiene, parece completa y clara. Por
lo demás, otros aspectos de las normas sobre prueba resuelven cuestiones
que, en su dimensión práctica, dejan de tener sentido. No habrá de
forzarse la noción de prueba documental para incluir en ella lo que se
aporte al proceso con fines de fijación de la certeza de hechos, que no sea
subsumible en las nociones de los restantes medios de prueba. Podrán
confeccionarse y aportarse dictámenes e informes escritos, con sólo
apariencia de documentos, pero de índole pericial o testifical y no es de
excluir, sino que la ley lo prevé, la utilización de nuevos instrumentos
probatorios, como soportes, hoy no convencionales, de datos, cifras y
cuentas, a los que, en definitiva, haya de otorgárseles una consideración
análoga a la de las pruebas documentales.
Con las excepciones obligadas respecto de
los procesos civiles en que ha de satisfacerse un interés público, esta
Ley se inclina coherentemente por entender el dictamen de peritos como medio
de prueba en el marco de un proceso, en el que, salvo las excepciones
aludidas, no se impone y se responsabiliza al tribunal de la investigación
y comprobación de la veracidad de los hechos relevantes en que se
fundamentan las pretensiones de tutela formuladas por las partes, sino que
es sobre éstas sobre las que recae la carga de alegar y probar. Y, por
ello, se introducen los dictámenes de peritos designados por las partes y
se reserva la designación por el tribunal de perito para los casos en que
así le sea solicitado por las partes o resulte estrictamente necesario.
De esta manera, la práctica de la prueba
pericial adquiere también una simplicidad muy distinta de la complicación
procedimental a que conducía la regulación de la Ley de 1881. Se excluye
la recusación de los peritos cuyo dictamen aporten las partes, que sólo
podrán ser objeto de tacha, pero a todos los peritos se exige juramento o
promesa de actuación máximamente objetiva e imparcial y respecto de todos
ellos se contienen en esta Ley disposiciones conducentes a someter sus dictámenes
a explicación, aclaración y complemento, con plena contradicción.
Así, la actividad pericial, cuya regulación
decimonónica reflejaba el no resuelto dilema acerca de su naturaleza —si
medio de prueba o complemento o auxilio del juzgador—, responde ahora
plenamente a los principios generales que deben regir la actividad
probatoria, adquiriendo sentido su libre valoración. Efecto indirecto, pero
nada desdeñable, de esta necesaria clarificación es la solución o, cuando
menos, importante atenuación del problema práctico, muy frecuente, de la
adecuada y tempestiva remuneración de los peritos.
Mas, por otra parte, la presente Ley, al
entender la enorme diversidad de operaciones y manifestaciones que entraña
modernamente la pericia, se aparta decididamente de la regulación de 1881
para reconocer sin casuismos la diversidad y amplitud de este medio de
prueba, con atención a su frecuente carácter instrumental respecto de
otros medios de prueba, que no sólo se manifiesta en el cotejo de letras.
En cuanto al interrogatorio de testigos,
consideraciones semejantes a las reseñadas respecto de la declaración de
las partes, han aconsejado que la Ley opte por establecer que el
interrogatorio sea libre desde el principio. En esta sede se regula también
el interrogatorio sobre hechos consignados en informes previamente aportados
por las partes y se prevé la declaración de personas jurídicas, públicas
y privadas, de modo que junto a especialidades que la experiencia aconseja,
quede garantizada la contradicción y la inmediación en la práctica de la
prueba.
La Ley, que concibe con más amplitud el
reconocimiento judicial, acoge también entre los medios de prueba, como ya
se ha dicho, los instrumentos que permiten recoger y reproducir, no sólo
palabras, sonidos e imágenes, sino aquéllos otros que sirven para el
archivo de datos y cifras y operaciones matemáticas.
Introducidas en la presente Ley las
presunciones como método de fijar la certeza de ciertos hechos y regulada
suficientemente la carga de la prueba, pieza clave de un proceso civil en el
que el interés público no sea predominante, puede eliminarse la dualidad
de regulaciones de la prueba civil, mediante la derogación de algunos
preceptos del Código Civil.
XII
Enseña la experiencia, en todo el mundo,
que si, tras las iniciales alegaciones de las partes, se acude de inmediato
a un acto oral, en que, antes de dictar sentencia también de forma
inmediata, se concentren todas las actividades de alegación complementaria
y de prueba, se corre casi siempre uno de estos dos riesgos: el gravísimo,
de que los asuntos se resuelvan sin observancia de todas las reglas que
garantizan la plena contradicción y sin la deseable atención a todos los
elementos que han de fundar el fallo, o el consistente en que el tiempo que
en apariencia se ha ganado acudiendo inmediatamente al acto del juicio o
vista se haya de perder con suspensiones e incidencias, que en modo alguno
pueden considerarse siempre injustificadas y meramente dilatorias, sino con
frecuencia necesarias en razón de la complejidad de los asuntos.
Por otro lado, es una exigencia racional y
constitucional de la efectividad de la tutela judicial que se resuelvan,
cuanto antes, las eventuales cuestiones sobre presupuestos y óbices
procesales, de modo que se eviten al máximo las sentencias que no entren
sobre el fondo del asunto litigioso y cualquier otro tipo de resolución que
ponga fin al proceso sin resolver sobre su objeto, tras costosos esfuerzos
baldíos de las partes y del tribunal.
En consecuencia, como ya se apuntó, sólo
es conveniente acudir a la máxima concentración de actos para asuntos
litigiosos desprovistos de complejidad o que reclamen una tutela con
singular rapidez. En otros casos, la opción legislativa prudente es el
juicio ordinario, con su audiencia previa dirigida a depurar el proceso y a
fijar el objeto del debate.
Con estas premisas, la Ley articula con carácter
general dos cauces distintos para la tutela jurisdiccional declarativa: de
un lado, la del proceso que, por la sencillez expresiva de la denominación,
se da en llamar "juicio ordinario" y, de otro, la del "juicio
verbal".
Estos procesos acogen, en algunos casos
gracias a disposiciones particulares, los litigios que hasta ahora se
ventilaban a través de cuatro procesos ordinarios, así como todos los
incidentes no regulados expresamente, con lo que cabe suprimir también el
procedimiento incidental común. Y esta nueva Ley de Enjuiciamiento Civil
permite también afrontar, sin merma de garantías, los asuntos que eran
contemplados hasta hoy en más de una docena de leyes distintas de la
procesal civil común. Buena prueba de ello son la disposición derogatoria
y las disposiciones finales.
Así, pues, se simplifican, con estos
procedimientos, los cauces procesales de muchas y muy diversas tutelas
jurisdiccionales. Lo que no se hace, porque carecería de razón y sentido,
es prescindir de particularidades justificadas, tanto por lo que respecta a
presupuestos especiales de admisibilidad o procedibilidad como en lo
relativo a ciertos aspectos del procedimiento mismo.
Lo exigible y deseable no es unificar a
ultranza, sino suprimir lo que resulta innecesario y, sobre todo, poner término
a una dispersión normativa a todas luces excesiva. No cabe, por otra parte,
ni racional ni constitucionalmente, cerrar el paso a disposiciones legales
posteriores, sino sólo procurar que los preceptos que esta Ley contiene
sean, por su previsión y flexibilidad, suficientes para el tratamiento
jurisdiccional de materias y problemas nuevos.
La Ley diseña los procesos declarativos de
modo que la inmediación, la publicidad y la oralidad hayan de ser
efectivas. En los juicios verbales, por la trascendencia de la vista; en el
ordinario, porque tras demanda y contestación, los hitos procedimentales más
sobresalientes son la audiencia previa al juicio y el juicio mismo, ambos
con la inexcusable presencia del juzgador.
A grandes rasgos, el desarrollo del proceso
ordinario puede resumirse como sigue.
En la audiencia previa, se intenta
inicialmente un acuerdo o transacción de las partes, que ponga fin al
proceso y, si tal acuerdo no se logra, se resuelven las posibles cuestiones
sobre presupuestos y óbices procesales, se determinan con precisión las
pretensiones de las partes y el ámbito de su controversia, se intenta
nuevamente un acuerdo entre los litigantes y, en caso de no alcanzarse y de
existir hechos controvertidos, se proponen y admiten las pruebas
pertinentes.
En el juicio, se practica la prueba y se
formulan las conclusiones sobre ésta, finalizando con informes sobre los
aspectos jurídicos, salvo que todas las partes prefieran informar por
escrito o el tribunal lo estime oportuno. Conviene reiterar, además, que de
todas las actuaciones públicas y orales, en ambas instancias, quedará
constancia mediante los instrumentos oportunos de grabación y reproducción,
sin perjuicio de las actas necesarias.
La Ley suprime las denominadas
"diligencias para mejor proveer", sustituyéndolas por unas
diligencias finales, con presupuestos distintos de los de aquéllas. La razón
principal para este cambio es la coherencia con la ya referida inspiración
fundamental que, como regla, debe presidir el inicio, desarrollo y desenlace
de los procesos civiles. Además, es conveniente cuanto refuerce la
importancia del acto del juicio, restringiendo la actividad previa a la
sentencia a aquello que sea estrictamente necesario. Por tanto, como
diligencias finales sólo serán admisibles las diligencias de pruebas,
debidamente propuestas y admitidas, que no se hubieren podido practicar por
causas ajenas a la parte que las hubiera interesado.
La Ley considera improcedente llevar a cabo
nada de cuanto se hubiera podido proponer y no se hubiere propuesto, así
como cualquier actividad del tribunal que, con merma de la igualitaria
contienda entre las partes, supla su falta de diligencia y cuidado. Las
excepciones a esta regla han sido meditadas detenidamente y responden a
criterios de equidad, sin que supongan ocasión injustificada para
desordenar la estructura procesal o menoscabar la igualdad de la contradicción.
En cuanto al carácter sumario, en sentido
técnico-jurídico, de los procesos, la Ley dispone que carezcan de fuerza
de cosa juzgada las sentencias que pongan fin a aquéllos en que se pretenda
una rápida tutela de la posesión o tenencia, las que decidan sobre
peticiones de cese de actividades ilícitas en materia de propiedad
intelectual o industrial, las que provean a una inmediata protección frente
obras nuevas o ruinosas, así como las que resuelvan sobre el desahucio o
recuperación de fincas por falta de pago de la renta o alquiler o sobre la
efectividad de los derechos reales inscritos frente a quienes se opongan a
ellos o perturben su ejercicio, sin disponer de título inscrito que
legitime la oposición o la perturbación. La experiencia de ineficacia,
inseguridad jurídica y vicisitudes procesales excesivas aconseja, en
cambio, no configurar como sumarios los procesos en que se aduzca, como
fundamento de la pretensión de desahucio, una situación de precariedad:
parece muy preferible que el proceso se desenvuelva con apertura a plenas
alegaciones y prueba y finalice con plena efectividad. Y los procesos sobre
alimentos, como otros sobre objetos semejantes, no han de confundirse con
medidas provisionales ni tienen por qué carecer, en su desenlace, de fuerza
de cosa juzgada. Reclamaciones ulteriores pueden estar plenamente
justificadas por hechos nuevos.
XIII
Esta Ley contiene una sola regulación del
recurso de apelación y de la segunda instancia, porque se estima
injustificada y perturbadora una diversidad de regímenes. En razón de la más
pronta tutela judicial, dentro de la seriedad del proceso y de la sentencia,
se dispone que, resuelto el recurso de reposición contra las resoluciones
que no pongan fin al proceso, no quepa interponer apelación y sólo
insistir en la eventual disconformidad al recurrir la sentencia de primera
instancia. Desaparecen, pues, prácticamente, las apelaciones contra
resoluciones interlocutorias. Y con la oportuna disposición transitoria, se
pretende que este nuevo régimen de recursos sea de aplicación lo más
pronto posible.
La apelación se reafirma como plena revisión
jurisdiccional de la resolución apelada y, si ésta es una sentencia recaída
en primera instancia, se determina legalmente que la segunda instancia no
constituye un nuevo juicio, en que puedan aducirse toda clase de hechos y
argumentos o formularse pretensiones nuevas sobre el caso. Se regula,
coherentemente, el contenido de la sentencia de apelación, con especial
atención a la singular congruencia de esa sentencia.
Otras disposiciones persiguen aumentar las
posibilidades de corregir con garantías de acierto eventuales errores en el
juicio fáctico y, mediante diversos preceptos, se procura hacer más
sencillo el procedimiento y lograr que, en el mayor número de casos
posible, se dicte en segunda instancia sentencia sobre el fondo.
Cabe mencionar que la presente Ley, que
prescinde del concepto de adhesión a la apelación, generador de equívocos,
perfila y precisa el posible papel de quien, a la vista de la apelación de
otra parte y siendo inicialmente apelado, no sólo se opone al recurso sino
que, a su vez, impugna el auto o sentencia ya apelado, pidiendo su revocación
y sustitución por otro que le sea más favorable.
La Ley conserva la separación entre una
inmediata preparación del recurso, con la que se manifiesta la voluntad de
impugnación, y la ulterior interposición motivada de ésta. No parece
oportuno ni diferir el momento en que puede conocerse la firmeza o el
mantenimiento de la litispendencia, con sus correspondientes efectos, ni
apresurar el trabajo de fundamentación del recurso. Pero, para una mejor
tramitación, se introduce la innovación procedimental consistente en
disponer que el recurrente lleve a cabo la preparación y la interposición
ante el tribunal que dicte la resolución recurrida, remitiéndose después
los autos al superior. Lo mismo se establece respecto de los recursos
extraordinarios.
XIV
Por coherencia plena con una verdadera
preocupación por la efectividad de la tutela judicial y por la debida
atención a los problemas que la Administración de Justicia presenta en
todo el mundo, esta Ley pretende una superación de una idea, no por vulgar
menos influyente, de los recursos extraordinarios y, en especial, de la
casación, entendidos, si no como tercera instancia, sí, muy
frecuentemente, como el último paso necesario, en muchos casos, hacia la
definición del Derecho en el caso concreto.
Como quiera que este planteamiento resulta
insostenible en la realidad y entraña una cierta degeneración o deformación
de importantes instituciones procesales, está siendo general, en los países
de nuestro mismo sistema jurídico e incluso en aquéllos con sistemas muy
diversos, un cuidadoso estudio y una detenida reflexión acerca del papel
que es razonable y posible que desempeñen los referidos recursos y el órgano
u órganos que ocupan la posición o las posiciones supremas en la
organización jurisdiccional.
Con la convicción de que la reforma de la
Justicia, en este punto como en otros, no puede ni debe prescindir de la
historia, de la idiosincrasia particular y de los valores positivos del
sistema jurídico propio, la tendencia de reforma que se estima acertada es
la que tiende a reducir y mejorar, a la vez, los grados o instancias de
enjuiciamiento pleno de los casos concretos para la tutela de los derechos e
intereses legítimos de los sujetos jurídicos, circunscribiendo, en cambio,
el esfuerzo y el cometido de los tribunales superiores en razón de
necesidades jurídicas singulares, que reclamen un trabajo jurídico de
especial calidad y autoridad.
Desde hace tiempo, la casación civil
presenta en España una situación que, como se reconoce generalmente, es
muy poco deseable, pero en absoluto fácil de resolver con un grado de
aceptación tan general como su crítica. Esta Ley ha partido, no sólo de
la imposibilidad, sino también del error teórico y práctico que entrañaría
concebir que la casación perfecta es aquélla de la que no se descarta
ninguna materia ni ninguna sentencia de segunda instancia.
Además de ser ésa una casación
completamente irrealizable en nuestra sociedad, no es necesario ni
conveniente, porque no responde a criterios razonables de justicia, que cada
caso litigioso, con los derechos e intereses legítimos de unos justiciables
aún en juego, pueda transitar por tres grados de enjuiciamiento
jurisdiccional, siquiera el último de esos enjuiciamientos sea el limitado
y peculiar de la casación. No pertenece a nuestra tradición histórica ni
constituye exigencia constitucional alguna que la función nomofiláctica de
la casación se proyecte sobre cualesquiera sentencias ni sobre cualesquiera
cuestiones y materias.
Nadie ha cuestionado, sin embargo, que la
renovación de nuestra Justicia civil se haga conforme a los valores
positivos, sólidamente afianzados, del propio sistema jurídico y
jurisdiccional, sin incurrir en la imprudencia de desechar instituciones
enteras y sustituirlas por otras de nueva factura o por piezas de modelos
jurídicos y judiciales muy diversos del nuestro. Así, pues, ha de
mantenerse en sustancia la casación, con la finalidad y efectos que le son
propios, pero con un ámbito objetivo coherente con la necesidad, antes
referida, de doctrina jurisprudencial especialmente autorizada.
Los límites de cuantía no constituyen por
sí solos un factor capaz de fijar de modo razonable y equitativo ese ámbito
objetivo. Y tampoco parece oportuno ni satisfactorio para los justiciables,
ávidos de seguridad jurídica y de igualdad de trato, que la configuración
del nuevo ámbito casacional, sin duda necesaria por razones y motivos que
trascienden elementos coyunturales, se lleve a cabo mediante una selección
casuística de unos cuantos asuntos de "interés casacional", si
este elemento se deja a una apreciación de índole muy subjetiva.
La presente Ley ha operado con tres
elementos para determinar el ámbito de la casación. En primer lugar, el
propósito de no excluir de ella ninguna materia civil o mercantil; en
segundo término, la decisión, en absoluto gratuita, como se dirá, de
dejar fuera de la casación las infracciones de leyes procesales;
finalmente, la relevancia de la función de crear autorizada doctrina
jurisprudencial. Porque ésta es, si se quiere, una función indirecta de la
casación, pero está ligada al interés público inherente a ese instituto
desde sus orígenes y que ha persistido hasta hoy.
En un sistema jurídico como el nuestro, en
el que el precedente carece de fuerza vinculante —sólo atribuida a la ley
y a las demás fuentes del Derecho objetivo—, no carece ni debe carecer de
un relevante interés para todos la singularísima eficacia ejemplar de la
doctrina ligada al precedente, no autoritario, pero sí dotado de singular
autoridad jurídica.
De ahí que el interés casacional, es
decir, el interés trascendente a las partes procesales que puede presentar
la resolución de un recurso de casación, se objetive en esta Ley, no sólo
mediante un parámetro de cuantía elevada, sino con la exigencia de que los
asuntos sustanciados en razón de la materia aparezcan resueltos con
infracción de la ley sustantiva, desde luego, pero, además, contra
doctrina jurisprudencial del Tribunal Supremo (o en su caso, de los
Tribunales Superiores de Justicia) o sobre asuntos o cuestiones en los que
exista jurisprudencia contradictoria de las Audiencias Provinciales. Se
considera, asimismo, que concurre interés casacional cuando las normas cuya
infracción se denuncie no lleven en vigor más tiempo del razonablemente
previsible para que sobre su aplicación e interpretación haya podido
formarse una autorizada doctrina jurisprudencial, con la excepción de que sí
exista tal doctrina sobre normas anteriores de igual o similar contenido.
De este modo, se establece con razonable
objetividad la necesidad del recurso. Esta objetivación del "interés
casacional", que aporta más seguridad jurídica a los justiciables y a
sus abogados, parece preferible al método consistente en atribuir al propio
tribunal casacional la elección de los asuntos merecedores de su atención,
como desde algunas instancias se ha propugnado. Entre otras cosas, la
objetivación elimina los riesgos de desconfianza y desacuerdo con las
decisiones del tribunal.
Establecido un nuevo sistema de ejecución
provisional, la Ley no considera necesario ni oportuno generalizar la
exigencia de depósito para el acceso al recurso de casación (o al recurso
extraordinario por infracción de ley procesal). El depósito previo, además
de representar un factor de encarecimiento de la Justicia, de desigual
incidencia sobre los justiciables, plantea, entre otros, el problema de su
posible transformación en obstáculo del ejercicio del derecho fundamental
a la tutela judicial efectiva, conforme al principio de igualdad. La
ejecutividad provisional de las sentencias de primera y segunda instancia
parece suficiente elemento disuasorio de los recursos temerarios o de
intención simplemente dilatoria.
El sistema de recursos extraordinarios se
completa confiando en todo caso las cuestiones procesales a las Salas de lo
Civil de los Tribunales Superiores de Justicia. La separación entre el
recurso de casación y el recurso extraordinario dedicado a las infracciones
procesales ha de contribuir, sin duda, a la seriedad con que éstas se
aleguen. Además, este recurso extraordinario por infracción procesal amplía
e intensifica la tutela judicial ordinaria de los derechos fundamentales de
índole procesal, cuyas pretendidas violaciones generan desde hace más de
una década gran parte de los litigios.
Nada tiene de heterodoxo, ni orgánica ni
procesalmente y menos aún, si cabe, constitucionalmente, cuando ya se han
consumido dos instancias, circunscribir con rigor lógico el recurso
extraordinario de casación y exigir a quien esté convencido de haberse
visto perjudicado por graves infracciones procesales que no pretenda, simultáneamente,
la revisión de infracciones de Derecho sustantivo.
Si se está persuadido de que se ha
producido una grave infracción procesal, que reclama reposición de las
actuaciones al estado anterior a esa infracción, no cabe ver imposición
irracional en la norma que excluye pretender al mismo tiempo una nueva
sentencia, en vez de tal reposición de las actuaciones. Si el recurso por
infracción procesal es estimado, habrá de dictarse una nueva sentencia y
si ésta incurriere en infracciones del Derecho material o sustantivo, podrá
recurrirse en casación la sentencia, como en el régimen anterior a esta
Ley.
Verdad es que, en comparación con el
tratamiento dispensado a los limitados tipos de asuntos accesibles a la
casación según la Ley de 1881 y sus numerosas reformas, en el recurso de
casación de esta Ley no cabrá ya pretender la anulación de la sentencia
recurrida con reenvío a la instancia y, a la vez, subsidiariamente, la
sustitución de la sentencia de instancia por no ser conforme al Derecho
sustantivo. Pero, además de que esta nueva Ley contiene mejores
instrumentos para la corrección procesal de las actuaciones, se ha
considerado más conforme con las necesidades sociales, con el conjunto de
los institutos jurídicos de nuestro Ordenamiento y con el origen mismo del
instituto casacional, que una razonable configuración de la carga
competencial del Tribunal Supremo se lleve a cabo concentrando su actividad
en lo sustantivo.
No cabe olvidar, por lo demás, que,
conforme a la Ley de 1881, si se interponía un recurso de casación que
adujese, a la vez, quebrantamiento de forma e infracciones relativas a la
sentencia, se examinaba y decidía primero acerca del pretendido
quebrantamiento de forma y si el recurso se estimaba por este concepto, los
autos eran reenviados al Tribunal de instancia, para que dictara nueva
sentencia, que, a su vez, podría ser, o no, objeto de nuevo recurso de
casación, por "infracción de ley", por quebrantamiento de las
formas esenciales del juicio" o por ambos conceptos. Nada
sustancialmente distinto, con mecanismos nuevos para acelerar los trámites,
se prevé en esta Ley para el caso de que, respecto de la misma sentencia,
distintos litigantes opten, cada uno de ellos, por un distinto recurso
extraordinario.
El régimen de recursos extraordinarios
establecido en la presente Ley quizá es, en el único punto de la opción
entre casación y recurso extraordinario por infracción procesal, menos
"generoso" que la casación anterior con los litigantes vencidos y
con sus Procuradores y Abogados, pero no es menos "generoso" con
el conjunto de los justiciables y, como se acaba de apuntar, la opción por
una casación circunscrita a lo sustantivo se ha asumido teniendo en cuenta
el conjunto de los institutos jurídicos de tutela previstos en nuestro
ordenamiento.
No puede desdeñarse, en efecto, la
consideración de que, al amparo del artículo 24 de la Constitución,
tienen cabida legal recursos de amparo —la gran mayoría de ellos— sobre
muchas cuestiones procesales. Esas cuestiones procesales son, a la vez,
"garantías constitucionales" desde el punto de vista del artículo
123 de la Constitución. Y como quiera que, a la vista de los artículos
161.1, letra b) y 53.2 del mismo texto constitucional, parece
constitucionalmente inviable sustraer al Tribunal Constitucional todas las
materias incluidas en el artículo 24 de nuestra norma fundamental, a la
doctrina del Tribunal Constitucional hay que atenerse. Hay, pues, según
nuestra norma fundamental, una instancia única y suprema de interpretación
normativa en muchas materias procesales. Para otras, como se verá, se
remodela por completo el denominado recurso en interés de la ley.
Los recursos de amparo por invocación del
artículo 24 de la Constitución han podido alargar mucho, hasta ahora, el
horizonte temporal de una sentencia irrevocable, ya excesivamente prolongado
en la jurisdicción ordinaria según la Ley de 1881 y sus posteriores
reformas. Pues bien: esos recursos de amparo fundados en violaciones del artículo
24 de la Constitución dejan de ser procedentes si no se intentó en cada
caso el recurso extraordinario por infracción procesal.
Por otro lado, con este régimen de
recursos extraordinarios, se reducen considerablemente las posibilidades de
fricción o choque entre el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional.
Este deslindamiento no es un principio inspirador del sistema de recursos
extraordinarios, pero sí un criterio en absoluto desdeñable, con un efecto
beneficioso. Porque el respetuoso acatamiento de la salvedad en favor del
Tribunal Constitucional en lo relativo a "garantías
constitucionales" puede ser y es conveniente que se armonice con la
posición del Tribunal Supremo, una posición general de superioridad que el
artículo 123 de la Constitución atribuye al alto Tribunal Supremo con la
misma claridad e igual énfasis que la referida salvedad.
El recurso de casación ante el Tribunal
Supremo puede plantearse, en resumen, con estos dos objetos: 1.º las
sentencias que dicten las Audiencias Provinciales en materia de derechos
fundamentales, excepto los que reconoce el artículo 24 de la Constitución,
cuando infrinjan normas del ordenamiento jurídico aplicables para resolver
las cuestiones objeto del proceso; 2.º las sentencias dictadas en segunda
instancia por las Audiencias Provinciales, siempre que incurran en similar
infracción de normas sustantivas y, además, el recurso presente un interés
trascendente a la tutela de los derechos e intereses legítimos de unos
concretos justiciables, establecido en la forma que ha quedado dicha.
Puesto que los asuntos civiles en materia
de derechos fundamentales pueden ser llevados en todo caso al Tribunal
Constitucional, cabría entender que está de más su acceso a la casación
ante el Tribunal Supremo. Siendo éste un criterio digno de atenta
consideración, la Ley ha optado, como se acaba de decir, por una disposición
contraria.
Las razones de esta opción son varias y
diversas. De una parte, los referidos asuntos no constituyen una grave carga
de trabajo jurisdiccional. Por otra, desde el momento constituyente mismo se
estimó conveniente establecer la posibilidad del recurso casacional en esa
materia, sin que se hayan manifestado discrepancias ni reticencias sobre
este designio, coherente, no sólo con el propósito de esta Ley en el
sentido de no excluir de la casación ninguna materia civil —y lo son,
desde luego, los derechos inherentes a la personalidad, máximamente
constitucionalizados—, sino también con la idea de que el Tribunal
Supremo es también, de muy distintos modos, Juez de la Constitución, al
igual que los restantes órganos jurisdiccionales ordinarios. Además, la
subsidiariedad del recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional no podía
dejar de gravitar en el trance de esta opción legislativa. Y no es desdeñable,
por ende, el efecto que sobre todos los recursos, también los
extraordinarios, es previsible que ejerza el nuevo régimen de ejecución
provisional, del que no están excluidas, en principio, las sentencias de
condena en materia de derechos fundamentales, en las que no son infrecuentes
pronunciamientos condenatorios pecuniarios.
Por su parte, el ya referido recurso
extraordinario por infracción procesal, ante las Salas de lo Civil y Penal
de los Tribunales Superiores de Justicia, procede contra sentencias de las
Audiencias Provinciales en cuestiones procesales de singular relieve y, en
general, para cuanto pueda considerarse violación de los derechos
fundamentales que consagra el artículo 24 de la Constitución.
XV
Por último, como pieza de cierre y
respecto de cuestiones procesales no atribuidas al Tribunal Constitucional,
se mantiene el recurso en interés de la ley ante la Sala de lo Civil del
Tribunal Supremo, un recurso concebido para la deseable unidad
jurisprudencial, pero configurado de manera muy distinta que el actual, para
los casos de sentencias firmes divergentes de las Salas de lo Civil y Penal
de los Tribunales Superiores de Justicia.
Están legitimados para promover esta
actividad, no sólo el Ministerio Fiscal, sino el Defensor del Pueblo y las
personas jurídicas de Derecho público que acrediten interés legítimo en
la existencia de doctrina jurisprudencial sobre la cuestión o cuestiones
procesales que en el recurso se susciten. No se trata, es cierto, de un
recurso en sentido propio, pues la sentencia que se dicte no revocará otra
sentencia no firme (ni rescindirá la firme), pero se opta por mantener esta
denominación, en aras de lo que resulta, por los precedentes, más
expresivo y comunicativo.
Merced al recurso en interés de la ley,
además de completarse las posibilidades de crear doctrina jurisprudencial
singularmente autorizada, por proceder del Tribunal Supremo, no quedan las
materias procesales excluidas del quehacer del alto tribunal, mientras no se
produzca colisión con el recurso de amparo que corresponde al Tribunal
Constitucional. Por el contrario, la competencia, el esfuerzo y el interés
de los legitimados garantizan que el Tribunal Supremo, constitucionalmente
superior en todos los órdenes, pero no llamado por nuestra Constitución a
conocer de todo tipo de asuntos, como es obvio, habrá de seguir ocupándose
de cuestiones procesales de importancia.
Entre las sentencias que dicte el Tribunal
Supremo en virtud de este instrumento y las sentencias pronunciadas por el
Tribunal Constitucional en su ámbito propio, no faltará una doctrina
jurisprudencial que sirva de guía para la aplicación e interpretación de
las normas procesales en términos de seguridad jurídica e igualdad,
compatibles y armónicos con la libertad de enjuiciamiento propia de nuestro
sistema y con la oportuna evolución de la jurisprudencia.
En este punto, y para terminar lo relativo
a los recursos extraordinarios, parece oportuno recordar que, precisamente
en nuestro sistema jurídico, la jurisprudencia o el precedente goza de
relevancia práctica por su autoridad y fuerza ejemplar, pero no por su
fuerza vinculante. Esa autoridad, nacida de la calidad de la decisión, de
su justificación y de la cuidadosa expresión de ésta, se está revelando
también la más importante en los sistemas jurídicos del llamado
"case law". Y ha sido y seguirá siendo la única atribuible, más
allá del caso concreto, a las sentencias dictadas en casación.
Por todo esto, menospreciar las
resoluciones del Tribunal Supremo en cuanto carezcan de eficacia directa
sobre otras sentencias o sobre los derechos de determinados sujetos jurídicos
no sería ni coherente con el valor siempre atribuido en nuestro
ordenamiento a la doctrina jurisprudencial ni acorde con los más rigurosos
estudios iuscomparatísticos y con las modernas tendencias, antes ya
aludidas, sobre el papel de los órganos jurisdiccionales situados en el vértice
o cúspide de la Administración de Justicia.
XVI
La regulación de la ejecución provisional
es, tal vez, una de las principales innovaciones de este texto legal. La
nueva Ley de Enjuiciamiento Civil representa una decidida opción por la
confianza en la Administración de Justicia y por la importancia de su
impartición en primera instancia y, de manera consecuente, considera
provisionalmente ejecutables, con razonables temperamentos y excepciones,
las sentencias de condena dictadas en ese grado jurisdiccional.
La ejecución provisional será viable sin
necesidad de prestar fianza ni caución, aunque se establecen, de una parte,
un régimen de oposición a dicha ejecución, y, de otra, reglas claras para
los distintos casos de revocación de las resoluciones provisionalmente
ejecutadas, que no se limitan a proclamar retóricamente la responsabilidad
por daños y perjuicios, remitiendo al proceso ordinario correspondiente,
sino que permiten su exacción por la vía de apremio.
Solicitada la ejecución provisional, el
tribunal la despachará, salvo que la sentencia sea de las inejecutables o
no contenga pronunciamiento de condena. Y, despachada la ejecución
provisional, el condenado puede oponerse a ella, en todo caso, si entiende
que no concurren los aludidos presupuestos legales. Pero la genuina oposición
prevista es diferente según se trate de condena dineraria o de condena no
dineraria. En este último caso, la oposición puede fundarse en que resulte
imposible o de extrema dificultad, según la naturaleza de las actuaciones
ejecutivas, restaurar la situación anterior a la ejecución provisional o
compensar económicamente al ejecutado mediante el resarcimiento de los daños
y perjuicios que se le causaren, si la sentencia fuere revocada.
Si la condena es dineraria, no se permite
la oposición a la ejecución provisional en su conjunto, sino únicamente a
aquellas actuaciones ejecutivas concretas del procedimiento de apremio que
puedan causar una situación absolutamente imposible de restaurar o de
compensar económicamente mediante el resarcimiento de daños y perjuicios.
El fundamento de esta oposición a medidas ejecutivas concretas viene a ser,
por tanto, el mismo que el de la oposición a la ejecución de condenas no
dinerarias: la probable irreversibilidad de las situaciones provocadas por
la ejecución provisional y la imposibilidad de una equitativa compensación
económica, si la sentencia es revocada.
En el caso de ejecución provisional por
condena dineraria, la Ley exige a quien se oponga a actuaciones ejecutivas
concretas que indique medidas alternativas viables, así como ofrecer caución
suficiente para responder de la demora en la ejecución, si las medidas
alternativas no fuesen aceptadas por el tribunal y el pronunciamiento de
condena dineraria resultare posteriormente confirmado. Si no se ofrecen
medidas alternativas ni se presta caución, la oposición no procederá.
Es innegable que establecer, como regla,
tal ejecución provisional de condenas dinerarias entraña el peligro de que
quien se haya beneficiado de ella no sea luego capaz de devolver lo que haya
percibido, si se revoca la sentencia provisionalmente ejecutada. Con el
sistema de la Ley de 1881 y sus reformas, la caución exigida al solicitante
eliminaba ese peligro, pero a costa de cerrar en exceso la ejecución
provisional, dejándola sólo en manos de quienes dispusieran de recursos
económicos líquidos. Y a costa de otros diversos y no pequeños riesgos:
el riesgo de la demora del acreedor en ver satisfecho su crédito y el
riesgo de que el deudor condenado dispusiera del tiempo de la segunda
instancia y de un eventual recurso extraordinario para prepararse a eludir
su responsabilidad.
Con el sistema de esta Ley, existe, desde
luego, el peligro de que el ejecutante provisional haya cobrado y después
haya pasado a ser insolvente, pero, de un lado, este peligro puede ser mínimo
en muchos casos respecto de quienes dispongan a su favor de sentencia
provisionalmente ejecutable. Y, por otro lado, como ya se ha dicho, la Ley
no remite a un proceso declarativo para la compensación económica en caso
de revocación de lo provisionalmente ejecutado, sino al procedimiento de
apremio, ante el mismo órgano que ha tramitado o está tramitando la
ejecución forzosa provisional.
Mas el factor fundamental de la opción de
esta Ley, sopesados los peligros y riesgos contrapuestos, es la efectividad
de las sentencias de primera instancia, que, si bien se mira, no recaen con
menos garantías sustanciales y procedimentales de ajustarse a Derecho que
las que constituye el procedimiento administrativo, en cuyo seno se dictan
los actos y resoluciones de las
Administraciones Públicas, inmediatamente
ejecutables salvo la suspensión cautelar que se pida a la Jurisdicción y
por ella se otorgue.
La presente Ley opta por confiar en los
Juzgados de Primera Instancia, base, en todos los sentidos, de la Justicia
civil. Con esta Ley, habrán de dictar sentencias en principio
inmediatamente efectivas por la vía de la ejecución provisional; no
sentencias en principio platónicas, en principio inefectivas, en las que
casi siempre gravite, neutralizando lo resuelto, una apelación y una
segunda instancia como acontecimientos que se dan por sentados.
Ni las estadísticas disponibles ni la
realidad conocida por la experiencia de muchos profesionales —Jueces,
Magistrados, abogados, profesores de derecho, etc.— justifican una sistemática,
radical y general desconfianza en la denominada "Justicia de primera
instancia". Y, por otra parte, si no se hiciera más efectiva y se
responsabilizara más a esta Justicia de primera instancia, apenas cabría
algo distinto de una reforma de la Ley de Enjuiciamiento Civil en cuestiones
de detalle, aunque fuesen muchas e importantes.
Ante este cambio radical y fijándose en la
oposición a la ejecución provisional, parece conveniente caer en la cuenta
de que la decisión del órgano jurisdiccional sobre dicha oposición no es
más difícil que la que entraña resolver sobre la petición de medidas
cautelares. Los factores contrapuestos que han de ponderarse ante la oposición
a la ejecución provisional no son de mayor dificultad que los que deben
tomarse en consideración cuando se piden medidas cautelares.
Se trata de instituciones, ambas, que,
siendo distintas, entrañan riesgos de error, pero riesgos de error parejos
y que pueden y deben asumirse en aras de la efectividad de la tutela
judicial y de la necesaria protección del crédito. La ejecución forzosa
provisional no es, por supuesto, ninguna medida cautelar y supone, de
ordinario, efectos de más fuerza e intensidad que los propios de las
medidas cautelares. Pero en un caso, además de una razonable oposición,
existe una sentencia precedida de un proceso con todas las garantías y, en
el otro, sólo el "humo de buen derecho".
Este nuevo régimen de la ejecución
provisional deparará, a buen seguro, muchos más beneficios directos que
perjuicios o casos injustos y serán muy positivos tanto los efectos
colaterales de la innovación radical proyectada, como la disminución de
recursos con ánimo exclusivamente dilatorio.
Con esta innovación, la presente Ley
aspira a un cambio de mentalidad en los pactos y en los pleitos. En los
pactos, para acordarlos con ánimo de cumplirlos; en los pleitos, para
afrontarlos con la perspectiva de asumir seriamente sus resultados en un
horizonte mucho más próximo que el que es hoy habitual. Se manifiesta así,
en suma, un propósito no meramente verbal de dar seriedad a la Justicia. No
resulta admisible atribuir muchos errores a los órganos jurisdiccionales de
primera instancia, argumento que, como ya se ha apuntado, está en
contradicción con la realidad de las sentencias confirmatorias en segunda
instancia. Por lo demás, una Ley como ésta debe elaborarse sobre la base
de un serio quehacer judicial, en todas las instancias y en los recursos
extraordinarios y de ninguna manera puede sustentarse aceptando como punto
de partida una supuesta o real falta de calidad en dicho quehacer, defecto
que, en todo caso, ninguna ley podría remediar.
XVII
En cuanto a la ejecución forzosa
propiamente dicha, esta Ley, a diferencia de la de 1881, presenta una
regulación unitaria, clara y completa. Se diseña un proceso de ejecución
idóneo para cuanto puede considerarse genuino título ejecutivo, sea
judicial o contractual o se trate de una ejecución forzosa común o de
garantía hipotecaria, a la que se dedica una especial atención. Pero esta
sustancial unidad de la ejecución forzosa no debe impedir las
particularidades que, en no pocos puntos, son enteramente lógicas. Así, en
la oposición a la ejecución, las especialidades razonables en función del
carácter judicial o no judicial del título o las que resultan necesarias
cuando la ejecución se dirige exclusivamente contra bienes hipotecados o
pignorados.
Ningún régimen legal de ejecución
forzosa puede evitar ni compensar la morosidad crediticia, obviamente previa
al proceso, ni pretender que todos los acreedores verán siempre satisfechos
todos sus créditos. La presente Ley no pretende contener una nueva fórmula
en esa línea de utopía. Pero sí contiene un conjunto de normas que, por
un lado, protegen mucho más enérgicamente que hasta ahora al acreedor cuyo
derecho presente suficiente constancia jurídica y, por otro, regulan
situaciones y problemas que hasta ahora apenas se tomaban en consideración
o, simplemente, se ignoraban legalmente.
La Ley regula con detalle lo relativo a las
partes y sujetos intervinientes en la ejecución, así como la competencia,
los recursos y actos de impugnación de resoluciones y actuaciones
ejecutivas concretas —que no han de confundirse con la oposición a la
ejecución forzosa— y las causas y régimen procedimental de la oposición
a la ejecución y de la suspensión del proceso de ejecución.
El incidente de oposición a la ejecución
previsto en la Ley es común a todas las ejecuciones, con la única excepción
de las que tengan por finalidad exclusiva la realización de una garantía
real, que tienen su régimen especial. La oposición se sustancia dentro del
mismo proceso de ejecución y sólo puede fundamentarse en motivos tasados,
que son diferentes según el título sea judicial o no judicial.
Absoluta novedad, en esta materia, es el
establecimiento de un régimen de posible oposición a la ejecución de
sentencias y títulos judiciales. Como es sabido, la Ley de 1881 guardaba
completo silencio acerca de la oposición a la ejecución de sentencias,
generando una indeseable situación de incertidumbre sobre su misma
procedencia, así como sobre las causas de oposición admisibles y sobre la
tramitación del incidente.
Sin merma de la efectividad de esos títulos,
deseable por muchos motivos, esta Ley tiene en cuenta la realidad y la
justicia y permite la oposición a la ejecución de sentencias por las
siguientes causas: pago o cumplimiento de lo ordenado en la sentencia,
siempre que se acredite documentalmente; caducidad de la acción ejecutiva y
existencia de un pacto o transacción entre las partes para evitar la
ejecución, siempre que el pacto o transacción conste en documento público.
Se trata, como se ve, de unas pocas y elementales causas, que no pueden
dejar de tomarse en consideración, como si la ejecución de una sentencia
firme pudiera consistir en operaciones automáticas y resultase racional
prescindir de todo cuanto haya podido ocurrir entre el momento en que se
dictó la sentencia y adquirió firmeza y el momento en que se inste la
ejecución.
La oposición a la ejecución fundada en títulos
no judiciales, se admite por las siguientes causas: pago, que se pueda
acreditar documentalmente; compensación, siempre que el crédito que se
oponga al del ejecutante sea líquido y resulte de documento que tenga
fuerza ejecutiva; pluspetición; prescripción o caducidad del derecho del
ejecutante; quita, espera o pacto de no pedir, que conste documentalmente; y
transacción, que conste en documento público.
Se trata, como es fácil advertir, de un
elenco de causas de oposición más nutrido que el permitido en la ejecución
de sentencias y otros títulos judiciales, pero no tan amplio que convierta
la oposición a la ejecución en una controversia semejante a la de un
juicio declarativo plenario, con lo que podría frustrarse la tutela
jurisdiccional ejecutiva. Porque esta Ley entiende los títulos ejecutivos
extrajudiciales, no como un tercer género entre las sentencias y los
documentos que sólo sirven como medios de prueba, sino como genuinos títulos
ejecutivos, esto es, instrumentos que, por poseer ciertas características,
permiten al Derecho considerarlos fundamento razonable de la certeza de una
deuda, a los efectos del despacho de una verdadera ejecución forzosa.
La oposición a la ejecución no es, pues,
en el caso de la que se funde en títulos ejecutivos extrajudiciales, una
suerte de compensación a una pretendida debilidad del título, sino una
exigencia de justicia, lo mismo que la oposición a la ejecución de
sentencias o resoluciones judiciales o arbitrales. La diferencia en cuanto a
la amplitud de los motivos de oposición se basa en la existencia, o no, de
un proceso anterior. Los documentos a los que se pueden atribuir efectos
procesales muy relevantes, pero sin que sea razonable considerarlos títulos
ejecutivos encuentran, en esta Ley, dentro del proceso monitorio, su
adecuado lugar.
Tanto para la ejecución de sentencias como
para la de títulos no judiciales se prevé también la oposición por
defectos procesales: carecer el ejecutado del carácter o representación
con que se le demanda, falta de capacidad o de representación del
ejecutante y nulidad radical del despacho de la ejecución.
La Ley simplifica al máximo la tramitación
de la oposición, cualquiera que sea la clase de título, remitiéndola, de
ordinario, a lo dispuesto para el juicio verbal. Por otra parte, dado que la
oposición a la ejecución sólo se abre por causas tasadas, la Ley dispone
expresamente que el auto por el que la oposición se resuelva circunscribe
sus efectos al proceso de ejecución. Si se piensa en procesos declarativos
ulteriores a la ejecución forzosa, es obvio que si ésta se ha despachado
en virtud de sentencia, habrá de operar la fuerza que a ésta quepa
atribuir.
Se regula también la suspensión de la
ejecución con carácter general, excepto para la ejecución hipotecaria,
que tiene su régimen específico. Las únicas causas de suspensión que se
contemplan, además de la derivada del incidente de oposición a la ejecución
basada en títulos no judiciales, son las siguientes: interposición y
admisión de demanda de revisión o de rescisión de sentencia dictada en
rebeldía; interposición de un recurso frente a una actuación ejecutiva
cuya realización pueda producir daño de difícil reparación; situación
concursal del ejecutado y prejudicialidad penal.
Con estas normas, la Ley establece un
sistema equilibrado que, por una parte, permite una eficaz tutela del
derecho del acreedor ejecutante, mediante una relación limitada y tasada de
causas de oposición y suspensión, que no desvirtúa la eficacia del título
ejecutivo, y que, por otro lado, no priva al deudor ejecutado de medios de
defensa frente a los supuestos más graves de ilicitud de la ejecución.
En materia de ejecución dineraria, la Ley
se ocupa, en primer lugar, del embargo o afección de bienes y de la garantía
de esta afección, según la distinta naturaleza de lo que sea objeto de
esta fundamental fase de la actividad jurisdiccional ejecutiva. Se define y
regula, con claridad sistemática y de contenido, la finalidad del embargo y
sus actos constitutivos, el criterio de su suficiencia —con la
correspondiente prohibición del embargo indeterminado— lo que no puede
ser embargado en absoluto o relativamente, lo que, embargado erróneamente,
debe desafectarse cuanto antes, la ampliación o reducción del embargo y la
administración judicial como instrumento de afección de bienes para la
razonable garantía de la satisfacción del ejecutante.
Es de subrayar que en esta Ley se establece
la obligación del ejecutado de formular manifestación de sus bienes, con
sus gravámenes. El tribunal, de oficio, le requerirá en el auto en que
despache ejecución para que cumpla esta obligación, salvo que el
ejecutante, en la demanda ejecutiva, hubiera señalado bienes embargables
del ejecutado, que el mismo ejecutante repute bastantes. Para dotar de
eficacia práctica a esta obligación del ejecutado se prevé, aparte del
apercibimiento al deudor de las responsabilidades en que puede incurrir, la
posibilidad de que se le impongan multas coercitivas periódicas hasta que
responda debidamente al requerimiento. Esta previsión remedia uno de los
principales defectos de la Ley de 1881, que se mostraba en exceso
complaciente con el deudor, arrojando sobre el ejecutante y sobre el Juez la
carga de averiguar los bienes del patrimonio del ejecutado, sin imponer a éste
ningún deber de colaboración.
Pero no empiezan y acaban con la
manifestación de sus bienes por el ejecutado los instrumentos para
localizar dichos bienes a los efectos de la ejecución. La Ley prevé que, a
instancia del ejecutante que en absoluto haya podido señalar bienes o que
no los haya encontrado en número y con cualidades tales que resulten
suficientes para el buen fin de la ejecución, el tribunal requiera de
entidades públicas y de personas jurídicas y físicas datos pertinentes
sobre bienes y derechos susceptibles de ser utilizados para que el ejecutado
afronte su responsabilidad. El ejecutante habrá de explicar, aunque sea
sucintamente, la relación con el ejecutado de las entidades y personas que
indica como destinatarios de los requerimientos de colaboración, pues no
sería razonable que estas previsiones legales se aprovechasen torcidamente
para pesquisas patrimoniales genéricas o desprovistas de todo fundamento.
Estas medidas de investigación no se
establecen en la Ley como subsidiarias de la manifestación de bienes, sino
que, cuando se trate de ejecución forzosa que no requiere requerimiento de
pago, pueden acordarse en el auto que despache ejecución y llevarse a
efecto de inmediato, lo que se hará, asimismo, sin oír al ejecutado ni
esperar que sea efectiva la notificación del auto de despacho de la ejecución,
cuando existan motivos para pensar que, en caso de demora, podría
frustrarse el éxito de la ejecución.
La tercería de dominio no se concibe ya
como proceso ordinario definitorio del dominio y con el efecto secundario
del alzamiento del embargo del bien objeto de la tercería, sino como
incidente, en sentido estricto, de la ejecución, encaminado directa y
exclusivamente a decidir si procede la desafección o el mantenimiento del
embargo. Se trata de una opción, recomendada por la doctrina, que ofrece la
ventaja de no conllevar una demora del proceso de ejecución respecto del
bien correspondiente, demora que, pese a la mayor simplicidad de los
procesos ordinarios de esta Ley, no puede dejar de considerarse a la luz de
la doble instancia y sin que el nuevo régimen de ejecución provisional
pueda constituir, en cuanto a la ejecución pendiente, una respuesta
adecuada al referido problema.
En cuanto a la tercería de mejor derecho o
de preferencia, se mantiene en esta Ley, pero con importantes innovaciones,
como son la previsión del allanamiento del ejecutante o de su desistimiento
de la ejecución, así como la participación del tercerista en los costes
económicos de una ejecución forzosa no promovida por él. Por otra parte,
a diferencia de la tercería de dominio, en la de mejor derecho es necesaria
una sentencia del tribunal con fuerza definitoria del crédito y de su
preferencia, aunque esta sentencia no prejuzgue otras acciones.
No son pocos los cambios y, sobre todo, el
orden y previsión que esta Ley introduce en el procedimiento de apremio o
fase de realización, previo avalúo, de los bienes afectados a la ejecución,
según su diferente naturaleza. Además de colmar numerosas lagunas, se
establece una única subasta, con disposiciones encaminadas a lograr, dentro
de lo posible según las reglas del mercado, un resultado más satisfactorio
para el deudor ejecutante, procurando, además, reducir el coste económico.
Con independencia de las mejoras
introducidas en la regulación de la subasta, la Ley abre camino a vías de
enajenación forzosa alternativas que, en determinadas circunstancias,
permitirán agilizar la realización y mejorar su rendimiento. Así, se
regulan los convenios de realización entre ejecutante y ejecutado y la
posibilidad de que, a instancia del ejecutante o con su conformidad, el Juez
acuerde que el bien se enajene por persona o entidad especializada, al
margen, por tanto, de la subasta judicial.
La convocatoria de la subasta,
especialmente cuando de inmuebles se trate, se regula de manera que resulte
más indicativa del valor del bien. La enajenación en subasta de bienes
inmuebles recibe la singular atención legislativa que merece, con especial
cuidado sobre los aspectos registrales y la protección de terceros. En
relación con la subsistencia y cancelación de cargas se ha optado por
mantener el sistema de subsistencia de las cargas anteriores al gravamen que
se ejecuta y cancelación de las cargas posteriores, sistema que se
complementa deduciendo del avalúo el importe de las cargas subsistentes
para determinar el valor por el que los inmuebles han de salir a subasta.
Esta solución presenta la ventaja de que asegura que las cantidades que se
ofrezcan en la subasta, por pequeñas que sean, van a redundar siempre en
beneficio de la ejecución pendiente, lo que no se conseguiría siempre con
la tradicional liquidación de cargas.
Otra importante novedad en materia de
enajenación forzosa de inmuebles se refiere al régimen de audiencia y
eventual desalojo de los ocupantes de los inmuebles enajenados en un proceso
de ejecución. Nada preveía al respecto la Ley de 1881, que obligaba a los
postores, bien a realizar costosas averiguaciones por su cuenta, bien a
formular sus ofertas en condiciones de absoluta incertidumbre sobre si
encontrarían ocupantes o no; sobre si los eventuales ocupantes tendrían
derecho o no a mantener su situación y, en fin, sobre si, aun no teniendo
los ocupantes derecho a conservar la posesión de la finca, sería necesario
o no acudir a un quizá largo y costoso proceso declarativo para lograr el
desalojo. Todo esto, como es natural, no contribuía precisamente a hacer
atractivo ni económicamente eficiente el mercado de las subastas
judiciales.
La presente Ley sale al paso del problema
de los ocupantes procurando, primero, que en el proceso de ejecución se
pueda tener noticia de su existencia. A esta finalidad se orienta la previsión
de que, en la relación de bienes que ha de presentar el ejecutado, se
indique, respecto de los inmuebles, si están ocupados y, en su caso, por
quién y con qué título. Por otro lado, se dispone que se comunique la
existencia de la ejecución a los ocupantes de que se tenga noticia a través
de la manifestación de bienes del ejecutado o de cualquier otro modo,
concediéndoles un plazo de diez días para presentar al tribunal de la
ejecución los títulos que justifiquen su situación. Además, se ordena
que en el anuncio de la subasta se exprese, con el posible detalle, la
situación posesoria del inmueble, para que los eventuales postores puedan
evaluar las dificultades que encontraría un eventual desalojo.
Finalmente, se regula un breve incidente,
dentro de la ejecución, que permite desalojar inmediatamente a quienes
puedan ser considerados ocupantes de mero hecho o sin título suficiente. Sólo
el desalojo de los ocupantes que hayan justificado tener un título que
pueda ser suficiente para mantener la posesión, requerirá acudir al
proceso declarativo que corresponda. De esta forma, la Ley da una respuesta
prudente y equilibrada al problema que plantean los ocupantes.
También se regula con mayor realismo la
administración para pago, que adquiere autonomía respecto de la realización
mediante enajenación forzosa. En conjunto, los preceptos de este capítulo
IV del Libro III de la Ley aprovechan la gran experiencia acumulada a lo
largo de años en que, a falta muchas veces de normas precisas, se han ido
poniendo de relieve diversos problemas reales y se han buscado soluciones y
formulado propuestas con buen sentido jurídico.
La Ley dedica un capítulo especial a las
particularidades de la ejecución sobre bienes hipotecados o pignorados. En
este punto, se mantiene, en lo sustancial, el régimen precedente de la
ejecución hipotecaria, caracterizado por la drástica limitación de las
causas de oposición del deudor a la ejecución y de los supuestos de
suspensión de ésta. El Tribunal Constitucional ha declarado reiteradamente
que este régimen no vulnera la Constitución e introducir cambios
sustanciales en el mismo podría alterar gravemente el mercado del crédito
hipotecario, lo que no parece en absoluto aconsejable.
La nueva regulación de la ejecución sobre
bienes hipotecados o pignorados supone un avance respecto de la situación
precedente ya que, en primer lugar, se trae a la Ley de Enjuiciamiento Civil
la regulación de los procesos de ejecución de créditos garantizados con
hipoteca, lo que refuerza el carácter propiamente jurisdiccional de estas
ejecuciones, que ha sido discutido en ocasiones; en segundo término, se
regulan de manera unitaria las ejecuciones de créditos con garantía real,
eliminando la multiplicidad de regulaciones existente en la actualidad; y,
finalmente, se ordenan de manera más adecuada las actuales causas de
suspensión de la ejecución, distinguiendo las que constituyen verdaderos
supuestos de oposición a la ejecución (extinción de la garantía
hipotecaria o del crédito y disconformidad con el saldo reclamado por el
acreedor), de los supuestos de tercería de dominio y prejudicialidad penal,
aunque manteniendo, en todos los casos, el carácter restrictivo de la
suspensión del procedimiento.
Mención especial ha de hacerse del cambio
relativo a la ejecución no dineraria. Era preciso, sin duda, modificar un
regulación claramente superada desde muy distintos puntos de vista. Esta
Ley introduce los requerimientos y multas coercitivas dirigidas al
cumplimiento de los deberes de hacer y no hacer y se aparta así
considerablemente de la inmediata inclinación a la indemnización
pecuniaria manifestada en la Ley de 1881. Sin embargo, se evitan las
constricciones excesivas, buscando el equilibrio entre el interés y la
justicia de la ejecución en sus propios términos, por un lado y, por otro,
el respeto a la voluntad y el realismo de no empeñarse en lograr
coactivamente prestaciones a las que son inherentes los rasgos personales
del cumplimiento voluntario.
XVIII
En cuanto a las medidas cautelares, esta
Ley las regula en un conjunto unitario de preceptos, del que sólo se
excluyen, por las razones que más adelante se dirán, los relativos a las
medidas específicas de algunos procesos civiles especiales. Se supera así
una lamentable situación, caracterizada por escasas e insuficientes normas,
dispersas en la Ley de 1881 y en otros muchos cuerpos legales.
El referido conjunto de preceptos no es,
empero, el resultado de agrupar la regulación de las medidas cautelares que
pudieran considerarse "clásicas", estableciendo sus presupuestos
y su procedimiento. Esta Ley ha optado por sentar con claridad las características
generales de las medidas que pueden ser precisas para evitar que se frustre
la efectividad de una futura sentencia, perfilando unos presupuestos y
requisitos igualmente generales, de modo que resulte un régimen abierto de
medidas cautelares y no un sistema de número limitado o cerrado. Pero la
generalidad y la amplitud no son vaguedad, inconcreción o imprudencia. La
Ley se apoya en doctrina y jurisprudencia sólidas y de general aceptación.
El "fumus boni iuris" o
apariencia de buen derecho, el peligro de la mora procesal y la prestación
de caución son, desde luego, factores fundamentales imprescindibles para la
adopción de medidas cautelares. La instrumentalidad de las medidas
cautelares respecto de la sentencia que pueda otorgar una concreta tutela y,
por tanto, la accesoriedad y provisionalidad de las medidas se garantizan
suficientemente con normas adecuadas. Se procura, con disposiciones
concretas, que las medidas cautelares no se busquen por sí mismas, como fin
exclusivo o primordial de la actividad procesal. Pero ha de señalarse que
se establece su régimen de modo que los justiciables dispongan de medidas más
enérgicas que las que hasta ahora podían pedir. Se trata de que las
medidas resulten en verdad eficaces para lograr, no sólo que la sentencia
de condena pueda ejecutarse de alguna manera, sino para evitar que sea
ilusoria, en sus propios términos.
Aunque necesarias para conjurar el "periculum
in mora", las medidas cautelares no dejan de entrañar, como es sabido,
otros peligros y riesgos. De modo que es preciso también regular
cuidadosamente, y así se ha pretendido en esta Ley, la oposición a las
medidas cautelares, su razonable sustitución, revisión y modificación y
las posibles contracautelas o medidas que neutralicen o enerven las
cautelares, haciéndolas innecesarias o menos gravosas.
Las medidas cautelares pueden solicitarse
antes de comenzar el proceso, junto con la demanda o pendiente ya el
litigio. Como regla, no se adoptan sin previa contradicción, pero se prevé
que, en casos justificados, puedan acordarse sin oír al sujeto pasivo de la
medida que se pretende. En dichos casos, se establece una oposición
inmediatamente posterior. En la audiencia previa o en la oposición, pero
también más tarde, puede entrar en juego la contracautela que sustituya la
medida cautelar que se pretende o que ya se haya acordado.
Frente a alguna posición partidaria de
atribuir el conocimiento y resolución acerca de las medidas cautelares a un
órgano jurisdiccional distinto del competente para el proceso principal, la
Ley opta por no separar la competencia, sin perjuicio de que no implique
sumisión, respecto del proceso, la actuación de la parte pasiva en el
procedimiento relativo a medidas solicitadas antes de la interposición de
la demanda.
Esta opción no desconoce el riesgo de que
la decisión sobre las medidas cautelares, antes de la demanda o ya en el
seno del proceso, genere algunos prejuicios o impresiones en favor o en
contra de la posición de una parte, que puedan influir en la sentencia.
Pero, además de que ese riesgo existe también al margen de las medidas
cautelares, pues el prejuicio podría generarse en la audiencia previa al
juicio o tras la lectura de demanda y contestación, esta Ley se funda en
una doble consideración.
Considera la Ley, por un lado, que todos
los Jueces y Magistrados están en condiciones de superar impresiones
provisionales para ir atendiendo imparcialmente a las sucesivas pretensiones
de las partes y para atenerse, en definitiva, a los hechos probados y al
Derecho que haya de aplicarse.
Y, por otra, no se pierde de vista que las
medidas cautelares han de guardar siempre relación con lo que se pretende
en el proceso principal e incluso con vicisitudes y circunstancias que
pueden variar durante su pendencia, de suerte que es el órgano competente
para dicho proceso quien se encuentra en la situación más idónea para
resolver, en especial si se tiene en cuenta la posibilidad de alzamiento y
modificación de las medidas o de su sustitución por una equitativa
contracautela. Todo esto, sin contar con la menor complejidad procedimental
que comporta no separar la competencia.
XIX
La Ley establece los procesos especiales
imprescindibles.
En primer lugar, los que, con inequívocas
e indiscutibles particularidades, han de servir de cauce a los litigios en
asuntos de capacidad, filiación y matrimoniales. Se trae así a la Ley
procesal común, terminando con una situación deplorable, lo que en ella
debe estar, pero que hasta ahora se ha debido rastrear o incluso deducir de
disposiciones superlativamente dispersas, oscuras y problemáticas.
En segundo lugar, los procesos de división
judicial de patrimonios, rúbrica bajo la que se regulan la división
judicial de la herencia y el nuevo procedimiento para la liquidación del régimen
económico matrimonial, que permitirán solventar cuestiones de esa índole
que no se hayan querido o podido resolver sin contienda judicial. Y, por último,
dos procesos en cierto modo más novedosos que los anteriores: el juicio
monitorio y el proceso cambiario.
Por lo que respecta a los procesos en que
no rige el principio dispositivo o debe ser matizada su influencia en razón
de un indiscutible interés público inherente al objeto procesal, la Ley no
se limita a codificar, sino que, con pleno respeto a las reglas sustantivas,
de las que el proceso ha de ser instrumental, diseña procedimientos
sencillos y presta singular atención a los problemas reales mostrados por
la experiencia. Destacables resultan las medidas cautelares específicas que
se prevén y que, en aras de las ventajas prácticas de una regulación
procesal agrupada y completa sobre estas materias, se insertan en estos
procesos especiales, en vez de llevarlas, conforme a criterios sistemáticos
tal vez teóricamente más perfectos, a la regulación general de tales
medidas.
Para la división judicial de la herencia
diseña la Ley un procedimiento mucho más simple y menos costoso que el
juicio de testamentaría de la Ley de 1881. Junto a este procedimiento, se
regula otro específicamente concebido para servir de cauce a la liquidación
judicial del régimen económico matrimonial, con el que se da respuesta a
la imperiosa necesidad de una regulación procesal clara en esta materia que
se ha puesto reiteradamente de manifiesto durante la vigencia de la
legislación precedente.
En cuanto al proceso monitorio, la Ley confía
en que, por los cauces de este procedimiento, eficaces en varios países,
tenga protección rápida y eficaz el crédito dinerario líquido de muchos
justiciables y, en especial, de profesionales y empresarios medianos y pequeños.
En síntesis, este procedimiento se inicia
mediante solicitud, para la que pueden emplearse impresos o formularios,
dirigida al Juzgado de Primera Instancia del domicilio del deudor, sin
necesidad de intervención de procurador y abogado. Punto clave de este
proceso es que con la solicitud se aporten documentos de los que resulte una
base de buena apariencia jurídica de la deuda. La ley establece casos
generales y otros concretos o típicos. Es de señalar que la eficacia de
los documentos en el proceso monitorio se complementa armónicamente con el
reforzamiento de la eficacia de los genuinos títulos ejecutivos
extrajudiciales.
Si se trata de los documentos que la ley
misma considera base de aquella apariencia o si el tribunal así lo
entiende, quien aparezca como deudor es inmediatamente colocado ante la opción
de pagar o "dar razones", de suerte que si el deudor no comparece
o no se opone, está suficientemente justificado despachar ejecución, como
se dispone. En cambio, si se "dan razones", es decir, si el deudor
se opone, su discrepancia con el acreedor se sustancia por los cauces
procesales del juicio que corresponda según la cuantía de la deuda
reclamada. Este juicio es entendido como proceso ordinario y plenario y
encaminado, por tanto, a finalizar, en principio, mediante sentencia con
fuerza de cosa juzgada.
Si el deudor no comparece o no se opone, se
despacha ejecución según lo dispuesto para las sentencias judiciales. En
el seno de esta ejecución forzosa cabe la limitada oposición prevista en
su lugar, pero con la particularidad de que se cierra el paso a un proceso
ordinario en que se reclame la misma deuda o la devolución de lo que
pudiera obtenerse en la ejecución derivada del monitorio. Este cierre de
las posibilidades de litigar es conforme y coherente con la doble
oportunidad de defensa que al deudor le asiste y resulta necesario para
dotar de eficacia al procedimiento monitorio.
Conviene advertir, por último, en cuanto
al proceso monitorio, que la Ley no desconoce la realidad de las
regulaciones de otros países, en las que este cauce singular no está
limitado por razón de la cuantía. Pero se ha considerado más prudente, al
introducir este instrumento de tutela jurisdiccional en nuestro sistema
procesal civil, limitar la cuantía a una cifra razonable, que permite la
tramitación de reclamaciones dinerarias no excesivamente elevadas, aunque
superiores al límite cuantitativo establecido para el juicio verbal.
El juicio cambiario, por su parte, no es
sino el cauce procesal que merecen los créditos documentados en letras de
cambio, cheques y pagarés. Se trata de una protección jurisdiccional
singular, instrumental de lo dispuesto en la ley especial sobre esos
instrumentos del tráfico jurídico. La eficaz protección del crédito
cambiario queda asegurada por el inmediato embargo preventivo, que se
convierte automáticamente en ejecutivo si el deudor no formula oposición o
si ésta es desestimada. Fuera de los casos de estimación de la oposición,
el embargo preventivo sólo puede alzarse ante la alegación fundada de
falsedad de la firma o de falta absoluta de representación, configurándose
así, en esta Ley, un sistema de tutela jurisdiccional del crédito
cambiario de eficacia estrictamente equivalente al de la legislación
derogada.
XX
Mediante las disposiciones adicionales
segunda y tercera se pretende, por un lado, hacer posibles las
actualizaciones y adaptaciones de cuantía que en el futuro sean
convenientes, entre las cuales la determinada por la plena implantación del
euro y, por otra parte, la efectiva disposición de nuevos medios materiales
para la constancia de vistas, audiencias y comparecencias.
En cuanto a la disposición adicional
segunda, el mantenimiento de la cuantía en pesetas junto a la cuantía en
euros, en ciertos casos, obedece al propósito de facilitar la determinación
del procedimiento que se ha de seguir en primera instancia y la posibilidad
de acceso a algunos recursos, evitando tener que convertir a moneda europea
las cuantías que consten en documentos y registros, quizá largamente
ajenas a dicha moneda, en que haya de fundarse la cuantificación.
Las disposiciones transitorias prevén,
conforme a criterios racionales de fácil comprensión y aplicación, los
problemas que se pueden suscitar en cuanto a los procesos pendientes al
tiempo de entrar en vigor la Ley, tras la vacación de un año prevista en
la correspondiente disposición final. El criterio general, que se va
aplicando a los distintos casos, es el de la más rápida efectividad de la
nueva Ley.
La disposición derogatoria contiene gran número
de normas, a consecuencia de la misma naturaleza de esta Ley y de su empeño
por evitar la simple cláusula derogatoria general, conforme a lo dispuesto
en el apartado segundo del artículo 2 del Código Civil. El fácil
expediente de la mera cláusula general no sólo es reprochable desde el
punto de vista de la técnica jurídica y, en concreto, de la legislativa,
sino que genera con frecuencia graves problemas.
En su primer apartado, la disposición
derogatoria se refiere, en primer lugar, a la misma Ley de Enjuiciamiento
Civil de 1881, con necesarias excepciones temporales a la derogación
general, en razón de futuras Leyes reguladoras de la materia concursal, de
la jurisdicción voluntaria y de la cooperación jurídica internacional en
materia civil.
Además, se derogan preceptos procesales
hasta ahora de una veintena de leyes distintas, así como, entre otros, el
Decreto de 21 de noviembre de 1952, sobre normas procesales de Justicia
Municipal, y el Decreto-Ley sobre embargo de empresas, de 20 de octubre de
1969. En numerosas ocasiones, esos preceptos son sustituidos por normas
nuevas en la presente Ley. Otras veces, se integran en ella. Y, en ciertos
casos, son modificados por medio de disposiciones finales, de diversa índole,
a las que enseguida se hará referencia.
En lo que afecta al Código Civil, ha de
destacarse que, si bien se suprimen las normas relativas a los medios de
prueba, se mantienen aquellos preceptos relativos a los documentos que
pueden tener relevancia, y no pequeña, en el tráfico jurídico. Algunos de
esos preceptos que permanecen mencionan expresamente la prueba, pero, además
de no ser contradictorios, sino armónicos, con los de esta Ley, ha de
entenderse que tratan de la certeza y eficacia extrajudiciales. La raigambre
de dichas normas ha aconsejado no derogarlas, sin perjuicio de la
posibilidad de que, en el futuro, sean perfeccionadas.
En cuanto a las disposiciones finales,
algunas se limitan a poner en consonancia las remisiones de leyes especiales
a la Ley de Enjuiciamiento Civil. Otras, en cambio, modifican la redacción
de ciertos preceptos en razón de las innovaciones contenidas en esta Ley.
Tal es el caso, por ejemplo, de ciertos apartados del artículo 15 y de la
disposición adicional primera de la Ley de Venta a Plazos de Bienes
Muebles. Introducido en nuestro ordenamiento el proceso monitorio y
contempladas expresamente en la ley las deudas por plazos impagados contra
lo previsto en los contratos regulados en dicha ley, parece obligado que la
virtualidad consistente en llevar aparejada ejecución, atribuida a ciertos
títulos, haya de acomodarse a lo dispuesto para ésta.
La modificación del artículo 11 de la Ley
de Arbitraje viene exigida por el cambio en el tratamiento procesal de la
jurisdicción que la presente Ley opera. Pero, además, ha de contribuir a
reforzar la eficacia de la institución arbitral, pues será posible, en
adelante, que la sumisión a árbitros se haga valer dentro del proceso
judicial de modo que el tribunal se abstenga de conocer al comienzo, y no al
final, de dicho proceso, como ocurría a consecuencia de configurar como
excepción dilatoria la alegación de compromiso.
Las reformas en la Ley Hipotecaria,
estudiadas con singular detenimiento, buscan cohonestar la regulación de
esta Ley con la mayor integridad y claridad de aquélla. Son necesarios
también ciertos cambios en las leyes procesales laboral y penal, regulando
de modo completo la abstención y recusación en los correspondientes
procesos y algunos otros extremos concretos. En la ley procesal penal,
resulta oportuno modificar el precepto relativo a los días y horas hábiles
para las actuaciones judiciales de instrucción.
En la línea seguida por esta Ley en el
sentido de facilitar la prestación de cauciones o la constitución de depósitos,
se reforma la disposición adicional de la Ley sobre Responsabilidad Civil y
Seguro en la Circulación de Vehículos a Motor. Lo que importa a la
Administración de Justicia, en razón de los legítimos derechos e
intereses de muchos justiciables, no es que otros justiciables dispongan de
dinero en efectivo para destinarlo a depósitos y cauciones, sino que, en su
momento, unas determinadas sumas de dinero puedan inmediatamente destinarse
a las finalidades que la ley establezca.
TÍTULO PRELIMINAR
De las normas procesales y
su aplicación
Artículo 1. Principio de legalidad
procesal.
En los procesos civiles, los tribunales y
quienes ante ellos acudan e intervengan deberán actuar con arreglo a lo
dispuesto en esta Ley.
Artículo 2. Aplicación en el tiempo de
las normas procesales civiles.
Salvo que otra cosa se establezca en
disposiciones legales de Derecho transitorio, los asuntos que correspondan a
los tribunales civiles se sustanciarán siempre por éstos con arreglo a las
normas procesales vigentes, que nunca serán retroactivas.
Artículo 3. Ámbito territorial de las
normas procesales civiles.
Con las solas excepciones que puedan prever
los Tratados y Convenios internacionales, los procesos civiles que se sigan
en el territorio nacional se regirán únicamente por las normas procesales
españolas.
Artículo 4. Carácter supletorio de la
Ley de Enjuiciamiento Civil.
En defecto de disposiciones en las leyes
que regulan los procesos penales, contencioso-administrativos, laborales y
militares, serán de aplicación, a todos ellos, los preceptos de la
presente Ley.
LIBRO I
De las disposiciones
generales relativas a los juicios civiles
TÍTULO
I
De la comparecencia y
actuación en juicio
Artículo 5. Clases de tutela
jurisdiccional.
1. Se podrá pretender de los tribunales la
condena a determinada prestación, la declaración de la existencia de
derechos y de situaciones jurídicas, la constitución, modificación o
extinción de estas últimas, la ejecución, la adopción de medidas
cautelares y cualquier otra clase de tutela que esté expresamente prevista
por la ley.
2. Las pretensiones a que se refiere el
apartado anterior se formularán ante el tribunal que sea competente y
frente a los sujetos a quienes haya de afectar la decisión pretendida.
CAPÍTULO I
De la capacidad para ser
parte, la capacidad procesal y la legitimación
Artículo 6. Capacidad para ser parte.
1. Podrán ser parte en los procesos ante
los tribunales civiles:
1.º Las personas físicas.
2.º El concebido no nacido, para todos los
efectos que le sean favorables.
3.º Las personas jurídicas.
4.º Las masas patrimoniales o los
patrimonios separados que carezcan transitoriamente de titular o cuyo
titular haya sido privado de sus facultades de disposición y administración.
5.º Las entidades sin personalidad jurídica
a las que la ley reconozca capacidad para ser parte.
6.º El Ministerio Fiscal, respecto de los
procesos en que, conforme a la ley, haya de intervenir como parte.
7.º Los grupos de consumidores o usuarios
afectados por un hecho dañoso cuando los individuos que lo compongan estén
determinados o sean fácilmente determinables. Para demandar en juicio será
necesario que el grupo se constituya con la mayoría de los afectados.
2. Sin perjuicio de la responsabilidad que,
conforme a la ley, pueda corresponder a los gestores o a los partícipes,
podrán ser demandadas, en todo caso, las entidades que, no habiendo
cumplido los requisitos legalmente establecidos para constituirse en
personas jurídicas, estén formadas por una pluralidad de elementos
personales y patrimoniales puestos al servicio de un fin determinado.
Artículo 7. Comparecencia en juicio y
representación.
1. Sólo podrán comparecer en juicio los
que estén en el pleno ejercicio de sus derechos civiles.
2. Las personas físicas que no se hallen
en el caso del apartado anterior habrán de comparecer mediante la
representación o con la asistencia, la autorización, la habilitación o el
defensor exigidos por la ley.
3. Por los concebidos y no nacidos
comparecerán las personas que legítimamente los representarían si ya
hubieren nacido.
4. Por las personas jurídicas comparecerán
quienes legalmente las representen.
5. Las masas patrimoniales o patrimonios
separados a que se refiere el número 4.º del apartado 1 del artículo
anterior comparecerán en juicio por medio de quienes, conforme a la ley,
las administren.
6. Las entidades sin personalidad a que se
refiere el número 5.º del apartado 1 del artículo anterior comparecerán
en juicio por medio de las personas a quienes la ley, en cada caso, atribuya
la representación en juicio de dichas entidades.
7. Por las entidades sin personalidad a que
se refiere el número 7.º del apartado 1 y el apartado 2 del artículo
anterior comparecerán en juicio las personas que, de hecho o en virtud de
pactos de la entidad, actúen en su nombre frente a terceros.
Artículo 8. Integración de la
capacidad procesal.
1. Cuando la persona física se encuentre
en el caso del apartado segundo del artículo anterior y no hubiere persona
que legalmente la represente o asista para comparecer en juicio, el tribunal
le nombrará, mediante providencia, un defensor judicial, que asumirá su
representación y defensa hasta que se designe a aquella persona.
2. En el caso a que se refiere el apartado
anterior y en los demás en que haya de nombrarse un defensor judicial al
demandado, el Ministerio Fiscal asumirá la representación y defensa de éste
hasta que se produzca el nombramiento de aquél.
En todo caso, el proceso quedará en
suspenso mientras no conste la intervención del Ministerio Fiscal.
Artículo 9. Apreciación de oficio de
la falta de capacidad.
La falta de capacidad para ser parte y de
capacidad procesal podrá ser apreciada de oficio por el tribunal en
cualquier momento del proceso.
Artículo 10. Condición de parte
procesal legítima.
Serán considerados partes legítimas
quienes comparezcan y actúen en juicio como titulares de la relación jurídica
u objeto litigioso.
Se exceptúan los casos en que por ley se
atribuya legitimación a persona distinta del titular.
Artículo 11. Legitimación para la
defensa de derechos e intereses de consumidores y usuarios.
1. Sin perjuicio de la legitimación
individual de los perjudicados, las asociaciones de consumidores y usuarios
legalmente constituidas estarán legitimadas para defender en juicio los
derechos e intereses de sus asociados y los de la asociación, así como los
intereses generales de los consumidores y usuarios.
2. Cuando los perjudicados por un hecho dañoso
sean un grupo de consumidores o usuarios cuyos componentes estén
perfectamente determinados o sean fácilmente determinables, la legitimación
para pretender la tutela de esos intereses colectivos corresponde a las
asociaciones de consumidores y usuarios, a las entidades legalmente
constituidas que tengan por objeto la defensa o protección de éstos, así
como a los propios grupos de afectados.
3. Cuando los perjudicados por un hecho dañoso
sean una pluralidad de consumidores o usuarios indeterminada o de difícil
determinación, la legitimación para demandar en juicio la defensa de estos
intereses difusos corresponderá exclusivamente a las asociaciones de
consumidores y usuarios que, conforme a la Ley, sean representativas.
CAPÍTULO II
De la pluralidad de partes
Artículo 12. Litisconsorcio.
1. Podrán comparecer en juicio varias
personas, como demandantes o como demandados, cuando las acciones que se
ejerciten provengan de un mismo título o causa de pedir.
2. Cuando por razón de lo que sea objeto
del juicio la tutela jurisdiccional solicitada sólo pueda hacerse efectiva
frente a varios sujetos conjuntamente considerados, todos ellos habrán de
ser demandados, como litisconsortes, salvo que la ley disponga expresamente
otra cosa.
Artículo 13. Intervención de sujetos
originariamente no demandantes ni demandados.
1. Mientras se encuentre pendiente un
proceso, podrá ser admitido como demandante o demandado, quien acredite
tener interés directo y legítimo en el resultado del pleito.
En particular, cualquier consumidor o
usuario podrá intervenir en los procesos instados por las entidades
legalmente reconocidas para la defensa de los intereses de aquéllos.
2. La solicitud de intervención no
suspenderá el curso del procedimiento. El tribunal resolverá por medio de
auto, previa audiencia de las partes personadas, en el plazo común de diez
días.
3. Admitida la intervención, no se
retrotraerán las actuaciones, pero el interviniente será considerado parte
en el proceso a todos los efectos y podrá defender las pretensiones
formuladas por su litisconsorte o las que el propio interviniente formule,
si tuviere oportunidad procesal para ello, aunque su litisconsorte renuncie,
se allane, desista o se aparte del procedimiento por cualquier otra causa.
También se permitirán al interviniente
las alegaciones necesarias para su defensa, que no hubiere efectuado por
corresponder a momentos procesales anteriores a su admisión en el proceso.
De estas alegaciones se dará traslado, en todo caso, a las demás partes,
por plazo de cinco días.
El interviniente podrá, asimismo, utilizar
los recursos que procedan contra las resoluciones que estime perjudiciales a
su interés, aunque las consienta su litisconsorte.
Artículo 14. Intervención provocada.
1. En caso de que la ley permita que el
demandante llame a un tercero para que intervenga en el proceso sin la
cualidad de demandado, la solicitud de intervención deberá realizarse en
la demanda, salvo que la ley disponga expresamente otra cosa. Admitida por
el tribunal la entrada en el proceso del tercero, éste dispondrá de las
mismas facultades de actuación que la ley concede a las partes.
2. Cuando la ley permita al demandado
llamar a un tercero para que intervenga en el proceso, se procederá
conforme a las siguientes reglas:
1.ª El demandado solicitará del tribunal
que sea notificada al tercero la pendencia del juicio. La solicitud deberá
presentarse dentro del plazo otorgado para contestar a la demanda o, cuando
se trate de juicio verbal, antes del día señalado para la vista.
2.ª El tribunal oirá al demandante en el
plazo de diez días y resolverá mediante auto lo que proceda. Acordada la
notificación, se emplazará al tercero para contestar a la demanda en la
misma forma y en idénticos términos a los establecidos para el
emplazamiento del demandado. Si se tratase de un juicio verbal, el tribunal
por medio de providencia hará nuevo señalamiento para la vista, citando a
las partes y al tercero llamado al proceso.
3.ª El plazo concedido al demandado para
contestar a la demanda quedará en suspenso desde la solicitud a que se
refiere la regla 1.ª y se reanudará con la notificación al demandado de
la desestimación de su petición o, si es estimada, con el traslado del
escrito de contestación presentado por el tercero y, en todo caso, al
expirar el plazo concedido a este último para contestar a la demanda.
4.ª Si comparecido el tercero, el
demandado considerare que su lugar en el proceso debe ser ocupado por aquél,
se procederá conforme a lo dispuesto en el artículo 18.
Artículo 15. Publicidad e intervención
en procesos para la protección de derechos e intereses colectivos y difusos
de consumidores y usuarios.
1. En los procesos promovidos por
asociaciones o entidades constituidas para la protección de los derechos e
intereses de los consumidores y usuarios, o por los grupos de afectados, se
llamará al proceso a quienes tengan la condición de perjudicados por haber
sido consumidores del producto o usuarios del servicio que dio origen al
proceso, para que hagan valer su derecho o interés individual. Este
llamamiento se hará publicando la admisión de la demanda en medios de
comunicación con difusión en el ámbito territoríal en el que se haya
manifestado la lesión de aquellos derechos o intereses.
2. Cuando se trate de un proceso en el que
estén determinados o sean fácilmente determinables los perjudicados por el
hecho dañoso, el demandante o demandantes deberán haber comunicado
previamente la presentación de la demanda a todos los interesados. En este
caso, tras el llamamiento, el consumidor o usuario podrá intervenir en el
proceso en cualquier momento, pero sólo podrá realizar los actos
procesales que no hubieran precluido.
3. Cuando se trate de un proceso en el que
el hecho dañoso perjudique a una pluralidad de personas indeterminadas o de
difícil determinación, el llamamiento suspenderá el curso del proceso por
un plazo que no excederá de dos meses y que se determinará en cada caso
atendiendo a las circunstancias o complejidad del hecho y a las dificultades
de determinación y localización de los perjudicados. El proceso se
reanudará con la intervención de todos aquellos consumidores que hayan
acudido al llamamiento, no admitiéndose la personación individual de
consumidores o usuarios en un momento posterior, sin perjuicio de que éstos
puedan hacer valer sus derechos o intereses conforme a lo dispuesto en los
artículos 221 y 519 de esta Ley.
CAPÍTULO III
De la sucesión procesal
Artículo 16. Sucesión procesal por
muerte.
1. Cuando se transmita "mortis
causa" lo que sea objeto del juicio, la persona o personas que sucedan
al causante podrán continuar ocupando en dicho juicio la misma posición
que éste, a todos los efectos.
Comunicada la defunción de cualquier
litigante por quien deba sucederle, el tribunal suspenderá el proceso y,
previo traslado a las demás partes, acreditados la defunción y el título
sucesorio y cumplidos los trámites pertinentes, tendrá, en su caso, por
personado al sucesor en nombre del litigante difunto, teniéndolo en cuenta
en la sentencia que se dicte.
2. Cuando la defunción de un litigante
conste al tribunal y no se personare el sucesor en el plazo de los cinco días
siguientes, se permitirá a las demás partes pedir, con identificación de
los sucesores y de su domicilio o residencia, que se les notifique la
existencia del proceso, emplazándoles para comparecer en el plazo de diez días.
Acordada la notificación, se suspenderá
el proceso hasta que comparezcan los sucesores o finalice el plazo para la
comparecencia.
3. Cuando el litigante fallecido sea el
demandado y las demás partes no conocieren a los sucesores o éstos no
pudieran ser localizados o no quisieran comparecer, el proceso seguirá
adelante declarándose la rebeldía de la parte demandada.
Si el litigante fallecido fuese el
demandante y sus sucesores no se personasen por cualquiera de las dos
primeras circunstancias expresadas en el párrafo anterior, se entenderá
que ha habido desistimiento, salvo que el demandado se opusiere, en cuyo
caso se aplicará lo dispuesto en el apartado tercero del artículo 20. Si
la no personación de los sucesores se debiese a que no quisieran
comparecer, se entenderá que la parte demandante renuncia a la acción
ejercitada.
Artículo 17. Sucesión por transmisión
del objeto litigioso.
1. Cuando se haya transmitido, pendiente un
juicio, lo que sea objeto del mismo, el adquirente podrá solicitar,
acreditando la transmisión, que se le tenga como parte en la posición que
ocupaba el transmitente. El tribunal proveerá a esta petición ordenando la
suspensión de las actuaciones y oirá por diez días a la otra parte.
Si ésta no se opusiere dentro de dicho
plazo, el tribunal, mediante auto, alzará la suspensión y dispondrá que
el adquirente ocupe en el juicio la posición que el transmitente tuviese en
él.
2. Si dentro del plazo concedido en el
apartado anterior la otra parte manifestase su oposición a la entrada en el
juicio del adquirente, el tribunal resolverá por medio de auto lo que
estime procedente.
No se accederá a la pretensión cuando
dicha parte acredite que le competen derechos o defensas que, en relación
con lo que sea objeto del juicio, solamente puede hacer valer contra la
parte transmitente, o un derecho a reconvenir, o que pende una reconvención,
o si el cambio de parte pudiera dificultar notoriamente su defensa.
Cuando no se acceda a la pretensión del
adquirente, el transmitente continuará en el juicio, quedando a salvo las
relaciones jurídicas privadas que existan entre ambos.
Artículo 18. Sucesión en los casos de
intervención provocada.
En el caso a que se refiere la regla 4.ª
del apartado 2 del artículo 14, de la solicitud presentada por el demandado
se dará traslado a las demás partes para que aleguen lo que a su derecho
convenga, por plazo de cinco días, decidiendo a continuación el tribunal,
por medio de auto, lo que resulte procedente en orden a la conveniencia o no
de la sucesión.
CAPÍTULO IV
Del poder de disposición de
las partes sobre el proceso y sobre sus pretensiones
Artículo 19. Derecho de disposición de
los litigantes. Transacción y suspensión.
1. Los litigantes están facultados para
disponer del objeto del juicio y podrán renunciar, desistir del juicio,
allanarse, someterse a arbitraje y transigir sobre lo que sea objeto del
mismo, excepto cuando la ley lo prohíba o establezca limitaciones por
razones de interés general o en beneficio de tercero.
2. Si las partes pretendieran una transacción
judicial y el acuerdo o convenio que alcanzaren fuere conforme a lo previsto
en el apartado anterior, será homologado por el tribunal que esté
conociendo del litigio al que se pretenda poner fin.
3. Los actos a que se refieren los
apartados anteriores podrán realizarse, según su naturaleza, en cualquier
momento de la primera instancia o de los recursos o de la ejecución de
sentencia.
4. Asimismo, las partes podrán solicitar
la suspensión del proceso, que será acordado, mediante auto, por el
tribunal, siempre que no perjudique al interés general o a tercero y que el
plazo de la suspensión no supere los sesenta días.
Artículo 20. Renuncia y desistimiento.
1. Cuando el actor manifieste su renuncia a
la acción ejercitada o al derecho en que funde su pretensión, el tribunal
dictará sentencia absolviendo al demandado, salvo que la renuncia fuese
legalmente inadmisible. En este caso, se dictará auto mandando seguir el
proceso adelante.
2. El demandante podrá desistir
unilateralmente del juicio antes de que el demandado sea emplazado para
contestar a la demanda o citado para juicio. También podrá desistir
unilateralmente, en cualquier momento, cuando el demandado se encontrare en
rebeldía.
3. Emplazado el demandado, del escrito de
desistimiento se le dará traslado por plazo de diez días.
Si el demandado prestare su conformidad al
desistimiento o no se opusiere a él dentro del plazo expresado en el párrafo
anterior, el tribunal dictará auto de sobreseimiento y el actor podrá
promover nuevo juicio sobre el mismo objeto.
Si el demandado se opusiera al
desistimiento, el juez resolverá lo que estime oportuno.
Artículo 21. Allanamiento.
1. Cuando el demandado se allane a todas
las pretensiones del actor, el tribunal dictará sentencia condenatoria de
acuerdo con lo solicitado por éste, pero si el allanamiento se hiciera en
fraude de ley o supusiera renuncia contra el interés general o perjuicio de
tercero, se dictará auto rechazándolo y seguirá el proceso adelante.
2. Cuando se trate de un allanamiento
parcial el tribunal, a instancia del demandante, podrá dictar de inmediato
auto acogiendo las pretensiones que hayan sido objeto de dicho allanamiento.
Para ello será necesario que, por la naturaleza de dichas pretensiones, sea
posible un pronunciamiento separado que no prejuzgue las restantes
cuestiones no allanadas, respecto de las cuales continuará el proceso. Este
auto será ejecutable conforme a lo establecido en los artículos 517 y
siguientes de esta Ley.
Artículo 22. Terminación del proceso
por satisfacción extraprocesal o carencia sobrevenida de objeto. Caso
especial de enervación del desahucio.
1. Cuando, por circunstancias sobrevenidas
a la demanda y a la reconvención, dejare de haber interés legítimo en
obtener la tutela judicial pretendida, porque se hayan satisfecho, fuera del
proceso, las pretensiones del actor y, en su caso, del demandado
reconviniente o por cualquier otra causa, se pondrá de manifiesto esta
circunstancia al tribunal y, si hubiere acuerdo de las partes, se decretará,
mediante auto, la terminación del proceso.
El auto de terminación del proceso tendrá
los mismos efectos que una sentencia absolutoria firme, sin que proceda
condena en costas.
2. Si alguna de las partes sostuviere la
subsistencia de interés legítimo, negando motivadamente que se haya dado
satisfacción extraprocesal a sus pretensiones o con otros argumentos, el
tribunal convocará a las partes a una comparecencia sobre ese único
objeto, en el plazo de diez días.
Terminada la comparecencia, el tribunal
decidirá mediante auto, dentro de los diez días siguientes, si procede, o
no, continuar el juicio, imponiéndose las costas de estas actuaciones a
quien viere rechazada su pretensión.
3. Contra el auto que ordene la continuación
del juicio no cabrá recurso alguno. Contra el que acuerde su terminación,
cabrá recurso de apelación.
4. Los procesos de desahucio de finca
urbana por falta de pago de las rentas o cantidades debidas por el
arrendatario terminarán si, antes de la celebración de la vista, el
arrendatario paga al actor o pone a su disposición en el tribunal o
notarialmente el importe de las cantidades reclamadas en la demanda y el de
las que adeude en el momento de dicho pago enervador del desahucio.
Lo dispuesto en el párrafo anterior no será
de aplicación cuando el arrendatario hubiera enervado el desahucio en una
ocasión anterior, ni cuando el arrendador hubiese requerido de pago al
arrendatario, por cualquier medio fehaciente, con al menos cuatro meses de
antelación a la presentación de la demanda y el pago no se hubiese
efectuado al tiempo de dicha presentación.
CAPÍTULO V
De la representación
procesal y la defensa técnica
Artículo 23. Intervención de
procurador.
1. La comparecencia en juicio será por
medio de procurador legalmente habilitado para actuar en el tribunal que
conozca del juicio.
2. No obstante lo dispuesto en el apartado
anterior, podrán los litigantes comparecer por sí mismos:
1.º En los juicios verbales cuya cuantía
no exceda de ciento cincuenta mil pesetas y para la petición inicial de los
procedimientos monitorios, conforme a lo previsto en esta Ley.
2.º En los juicios universales, cuando se
limite la comparecencia a la presentación de títulos de crédito o
derechos, o para concurrir a Juntas.
3.º En los incidentes relativos a
impugnación de resoluciones en materia de asistencia jurídica gratuita y
cuando se soliciten medidas urgentes con anterioridad al juicio.
Artículo 24. Apoderamiento del
procurador.
1. El poder en que la parte otorgue su
representación al procurador habrá de estar autorizado por notario o ser
conferido por comparecencia ante el Secretario Judicial del tribunal que
haya de conocer del asunto.
2. La escritura de poder se acompañará al
primer escrito que el procurador presente o, en su caso, al realizar la
primera actuación; y el otorgamiento "apud acta" deberá ser
efectuado al mismo tiempo que la presentación del primer escrito o, en su
caso, antes de la primera actuación.
Artículo 25. Poder general y poder
especial.
1. El poder general para pleitos facultará
al procurador para realizar válidamente, en nombre de su poderdante, todos
los actos procesales comprendidos, de ordinario, en la tramitación de aquéllos.
El poderdante podrá, no obstante, excluir
del poder general asuntos y actuaciones para las que la ley no exija
apoderamiento especial. La exclusión habrá de ser consignada expresa e
inequívocamente.
2. Será necesario poder especial:
1.º Para la renuncia, la transacción, el
desistimiento, el allanamiento, el sometimiento a arbitraje y las
manifestaciones que puedan comportar sobreseimiento del proceso por
satisfacción extraprocesal o carencia sobrevenida de objeto.
2.º Para ejercitar las facultades que el
poderdante hubiera excluido del poder general, conforme a lo dispuesto en el
apartado anterior.
3.º En todos los demás casos en que así
lo exijan las leyes.
3. No podrán realizarse mediante
procurador los actos que, conforme a la ley, deban efectuarse personalmente
por los litigantes.
Artículo 26. Aceptación del poder.
Deberes del procurador.
1. La aceptación del poder se presume por
el hecho de usar de él el procurador.
2. Aceptado el poder, el procurador quedará
obligado:
1.º A seguir el asunto mientras no cese en
su representación por alguna de las causas expresadas en el artículo 30.
2.º A transmitir al abogado elegido por su
cliente o por él mismo, cuando a esto se extienda el poder, todos los
documentos, antecedentes o instrucciones que se le remitan o pueda adquirir,
haciendo cuanto conduzca a la defensa de los intereses de su poderdante,
bajo la responsabilidad que las leyes imponen al mandatario.
Cuando no tuviese instrucciones o fueren
insuficientes las remitidas por el poderdante, hará lo que requiera la
naturaleza o índole del asunto.
3.º A tener al poderdante y al abogado
siempre al corriente del curso del asunto que se le hubiere confiado,
pasando al segundo copias de todas las resoluciones que se le notifiquen y
de los escritos y documentos que le sean trasladados por el tribunal o por
los procuradores de las demás partes.
4.º A trasladar los escritos de su
poderdante y de su letrado a los procuradores de las restantes partes en la
forma prevista en el artículo 276.
5.º A recoger del abogado que cese en la
dirección de un asunto las copias de los escritos y documentos y demás
antecedentes que se refieran a dicho asunto, para entregarlos al que se
encargue de continuarlo o al poderdante.
6.º A comunicar de manera inmediata al
tribunal la imposibilidad de cumplir alguna actuación que tenga
encomendada.
7.º A pagar todos los gastos que se
causaren a su instancia, excepto los honorarios de los abogados y los
correspondientes a los peritos, salvo que el poderdante le haya entregado
los fondos necesarios para su abono.
Artículo 27. Derecho supletorio sobre
apoderamiento.
A falta de disposición expresa sobre las
relaciones entre el poderdante y el procurador, regirán las normas
establecidas para el contrato de mandato en la legislación civil aplicable.
Artículo 28. Representación pasiva del
procurador.
1. Mientras se halle vigente el poder, el
procurador oirá y firmará los emplazamientos, citaciones, requerimientos y
notificaciones de todas clases, incluso las de sentencias que se refieran a
su parte, durante el curso del asunto y hasta que quede ejecutada la
sentencia, teniendo estas actuaciones la misma fuerza que si interviniere en
ellas directamente el poderdante sin que le sea lícito pedir que se
entiendan con éste.
2. También recibirá el procurador, a
efectos de notificación y plazos o términos, las copias de los escritos y
documentos que los procuradores de las demás partes le entreguen en la
forma establecida en el artículo 276.
3. En todos los edificios judiciales que
sean sede de tribunales civiles existirá un servicio de recepción de
notificaciones organizado por el Colegio de Procuradores. La recepción por
dicho servicio de las notificaciones y de las copias de escritos y
documentos que sean entregados por los procuradores para su traslado a los
de las demás partes, surtirá plenos efectos. En la copia que se diligencie
para hacer constar la recepción se expresará el número de copias
entregadas y el nombre de los procuradores a quienes están destinadas.
4. Se exceptúan de lo establecido en los
apartados anteriores los traslados, emplazamientos, citaciones y
requerimientos que la ley disponga que se practiquen a los litigantes en
persona.
Artículo 29. Provisión de fondos.
1. El poderdante está obligado a proveer
de fondos al procurador, conforme a lo establecido por la legislación civil
aplicable para el contrato de mandato.
2. Si, después de iniciado un proceso, el
poderdante no habilitare a su procurador con los fondos necesarios para
continuarlo, podrá éste pedir que sea aquél apremiado a verificarlo.
Esta pretensión se deducirá en el
tribunal que conozca del asunto, el cual dará audiencia al poderdante por
el plazo de diez días y resolverá mediante auto lo que proceda, fijando,
en su caso, la cantidad que estime necesaria y el plazo en que haya de
entregarse, bajo apercibimiento de apremio.
Artículo 30. Cesación del procurador.
1. Cesará el procurador en su representación:
1.º Por la revocación expresa o tácita
del poder, luego que conste en los autos. Se entenderá revocado tácitamente
el poder por el nombramiento posterior de otro procurador que se haya
personado en el asunto.
Si, en este último caso, el procurador que
viniere actuando en el juicio suscitare cuestión sobre la efectiva
existencia o sobre la validez de la representación que se atribuya el que
pretenda sustituirle, el tribunal, previa audiencia de la persona o personas
que aparezcan como otorgantes de los respectivos poderes, resolverá la
cuestión por medio de auto.
2.º Por renuncia voluntaria o por cesar en
la profesión o ser sancionado con la suspensión en su ejercicio. En los
dos primeros casos, estará el procurador obligado a poner el hecho, con
anticipación y de modo fehaciente, en conocimiento de su poderdante y del
tribunal. En caso de suspensión, el Colegio de Procuradores correspondiente
lo hará saber al tribunal.
Mientras no acredite en los autos la
renuncia o la cesación y se le tenga por renunciante o cesante, no podrá
el procurador abandonar la representación de su poderdante, en la que habrá
de continuar hasta que éste provea a la designación de otro dentro del
plazo de diez días. Transcurridos éstos sin que se haya designado nuevo
procurador, se tendrá a aquél por definitivamente apartado de la
representación que venía ostentando.
3.º Por fallecimiento del poderdante o del
procurador.
En el primer caso, estará el procurador
obligado a poner el hecho en conocimiento del tribunal, acreditando en forma
el fallecimiento y, si no presentare nuevo poder de los herederos o
causahabientes del finado, se estará a lo dispuesto en el artículo 16.
Cuando fallezca el procurador, se hará
saber al poderdante la defunción, a fin de que proceda a la designación de
nuevo procurador en el plazo de diez días.
4.º Por separarse el poderdante de la
pretensión o de la oposición que hubiere formulado y, en todo caso, por
haber terminado el asunto o haberse realizado el acto para el que se hubiere
otorgado el poder.
2. Cuando el poder haya sido otorgado por
el representante legal de una persona jurídica, el administrador de una
masa patrimonial o patrimonio separado, o la persona que, conforme a la ley,
actúe en juicio representando a un ente sin personalidad, los cambios en la
representación o administración de dichas personas jurídicas, masas
patrimoniales o patrimonios separados, o entes sin personalidad no extinguirán
el poder del procurador ni darán lugar a nueva personación.
Artículo 31. Intervención de abogado.
1. Los litigantes serán dirigidos por
abogados habilitados para ejercer su profesión en el tribunal que conozca
del asunto. No podrá proveerse a ninguna solicitud que no lleve la firma de
abogado.
2. Exceptúanse solamente:
1.º Los juicios verbales cuya cuantía no
exceda de ciento cincuenta mil pesetas y la petición inicial de los
procedimientos monitorios, conforme a lo previsto en esta Ley.
2.º Los escritos que tengan por objeto
personarse en juicio, solicitar medidas urgentes con anterioridad al juicio
o pedir la suspensión urgente de vistas o actuaciones. Cuando la suspensión
de vistas o actuaciones que se pretenda se funde en causas que se refieran
especialmente al abogado también deberá éste firmar el escrito, si fuera
posible.
Artículo 32. Intervención no
preceptiva de abogado y procurador.
1. Cuando, no resultando preceptiva la
intervención de abogado y procurador, el demandante pretendiere comparecer
por sí mismo y ser defendido por abogado, o ser representado por
procurador, o ser asistido por ambos profesionales a la vez, lo hará
constar así en la demanda.
2. Recibida la notificación de la demanda,
si el demandado pretendiera valerse también de abogado y procurador, lo
comunicará al tribunal dentro de los tres días siguientes, pudiendo
solicitar también, en su caso, el reconocimiento del derecho a la
asistencia jurídica gratuita. En este último caso, el tribunal podrá
acordar la suspensión del proceso hasta que se produzca el reconocimiento o
denegación de dicho derecho o la designación provisional de abogado y
procurador.
3. La facultad de acudir al proceso con la
asistencia de los profesionales a que se refiere el apartado 1 de este artículo
corresponderá también al demandado, cuando el actor no vaya asistido por
abogado o procurador. El demandado comunicará al tribunal su decisión en
el plazo de tres días desde que se le notifique la demanda, dándose cuenta
al actor de tal circunstancia. Si el demandante quisiere entonces valerse
también de abogado y procurador, lo comunicará al tribunal en los tres días
siguientes a la recepción de la notificación, y, si solicitare el
reconocimiento del derecho a la asistencia jurídica gratuita, se podrá
acordar la suspensión en los términos prevenidos en el apartado anterior.
4. En la notificación en que se comunique
a una parte la intención de la parte contraria de servirse de abogado y
procurador, se le informará del derecho que les corresponde según el artículo
6.3 de la Ley de Asistencia Jurídica Gratuita, a fin de que puedan realizar
la solicitud correspondiente.
5. Cuando la intervención de abogado y
procurador no sea preceptiva, de la eventual condena en costas de la parte
contraria a la que se hubiese servido de dichos profesionales se excluirán
los derechos y honorarios devengados por los mismos, salvo que el tribunal
aprecie temeridad en la conducta del condenado en costas o que el domicilio
de la parte representada y defendida esté en lugar distinto a aquel en que
se ha tramitado el juicio, operando en este último caso las limitaciones a
que se refiere el apartado 3 del artículo 394 de esta Ley.
Artículo 33. Designación de procurador
y de abogado.
1. Fuera de los casos de designación de
oficio previstos en la Ley de Asistencia Jurídica Gratuita, corresponde a
las partes contratar los servicios del procurador y del abogado que les
hayan de representar y defender en juicio.
2. No obstante, el litigante que no tenga
derecho a la asistencia jurídica gratuita podrá pedir que se le designe
abogado, procurador o ambos profesionales, cuando su intervención sea
preceptiva o cuando, no siéndolo, la parte contraria haya comunicado al
tribunal que actuará defendida por abogado y representada por procurador.
Estas peticiones se harán y decidirán
conforme a lo dispuesto en la Ley de Asistencia Jurídica Gratuita, sin
necesidad de acreditar el derecho a obtener dicha asistencia, siempre que el
solicitante se comprometa a pagar los honorarios y derechos de los
profesionales que se le designen.
Artículo 34. Cuenta del procurador.
1. Cuando un procurador tenga que exigir de
su poderdante moroso las cantidades que éste le adeude por los derechos y
gastos que hubiere suplido para el asunto, presentará ante el tribunal en
que éste radicare cuenta detallada y justificada, manifestando que le son
debidas y no satisfechas las cantidades que de ella resulten y reclame.
Igual derecho que los procuradores tendrán sus herederos respecto a los créditos
de esta naturaleza que aquéllos les dejaren.
2. Presentada la cuenta, se mandará que se
requiera al poderdante para que pague dicha suma, con las costas, o impugne
la cuenta, en el plazo de diez días, bajo apercibimiento de apremio si no
pagare ni formulare impugnación.
Si, dentro de dicho plazo, se opusiere el
poderdante, el tribunal examinará la cuenta y las actuaciones procesales,
así como la documentación aportada y dictará, en el plazo de diez días,
auto determinando la cantidad que haya de satisfacerse al procurador, bajo
apercibimiento de apremio si el pago no se efectuase dentro de los cinco días
siguientes a la notificación.
El auto a que se refiere el párrafo
anterior no será susceptible de recurso, pero no prejuzgará, ni siquiera
parcialmente, la sentencia que pudiere recaer en juicio ordinario ulterior.
3. Si el poderdante no formulare oposición
dentro del plazo establecido, se despachará ejecución por la cantidad a
que ascienda la cuenta, más las costas.
Artículo 35. Honorarios de los
abogados.
1. Los abogados podrán reclamar frente a
la parte a la que defiendan el pago de los honorarios que hubieren devengado
en el asunto, presentando minuta detallada y manifestando formalmente que
esos honorarios les son debidos y no han sido satisfechos.
2. Presentada esta reclamación, se mandará
que se requiera al deudor para que pague dicha suma, con las costas, o
impugne la cuenta, en el plazo de diez días, bajo apercibimiento de apremio
si no pagare ni formulare impugnación.
Si, dentro del citado plazo, los honorarios
se impugnaren por indebidos, se estará a lo dispuesto en los párrafos
segundo y tercero del apartado 2 del artículo anterior.
Si se impugnaran los honorarios por
excesivos, se procederá previamente a su regulación conforme a lo previsto
en los artículos 241 y siguientes, salvo que el abogado acredite la
existencia de presupuesto previo en escrito aceptado por el impugnante, y se
dictará auto fijando la cantidad debida, bajo apercibimiento de apremio si
no se pagase dentro de los cinco días siguientes a la notificación.
Dicho auto no será susceptible de recurso,
pero no prejuzgará, ni siquiera parcialmente, la sentencia que pudiere
recaer en juicio ordinario ulterior.
3. Si el deudor de los honorarios no
formulare oposición dentro del plazo establecido, se despachará ejecución
por la cantidad a que ascienda la minuta, más las costas.